Revista de Investigación Educativa 16
enero-junio, 2013

ISSN 1870-5308
Instituto de Investigaciones en Educación
Universidad Veracruzana
Xalapa, Ver., México

 

Cambios en la agenda educativa latinoamericana y argentina a partir de la nueva articulación Estado-sociedad en los noventa: perspectivas en educación superior

Mtra. Silvana Lorena Lagoria
Docente-Becaria de Doctorando
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Centro de Investigaciones y Estudios sobre la Cultura y la Sociedad, Argentina
silvanal_lc@yahoo.com.ar

Recibido: 5 de marzo de 2012 | Aceptado: 3 de septiembre de 2012

 

Introducción

El escenario latinoamericano de los ochenta presentaba dos características diferentes según el país de que se tratase: algunos se encontraban conmovidos por la impronta de las restricciones políticas y sociales de los gobiernos militares, que estaban llegando a su fin dejando severas crisis económicas; otros estaban transitando un nuevo periodo, con una democracia recién recuperada.

Entrando ya en los noventa, la inserción de nuestros países en el mundo globalizado exigió a los sistemas educativos dar respuesta a problemas y demandas de diferente índole. La globalización[1] neoliberal y el establecimiento de nuevas reglas para permanecer en el mercado mundial junto con las políticas “impuestas” por los organismos de financiamiento, crearon el contexto propicio para que prosperaran algunas medidas que los países subdesarrollados debieron adoptar. El impacto de estas políticas alcanzó también a la educación, colocándola en primer plano al reposicionarse el conocimiento como valor agregado en relación a los sistemas de producción y al desarrollo de los países.

En el aspecto social, la crisis del Estado de Bienestar trajo grandes cambios en la concepción de la relación Estado-sociedad. La reducción de la intervención estatal y la retirada del Estado en la provisión de bienes y servicios, significó para América Latina la privatización, la descentralización y la focalización de las políticas sociales.

Los procesos de globalización, la flexibilización de la economía y los cambios en los modos de producción, implicaron para América Latina una nueva etapa. Ésta se caracterizó por la apertura de mercados, el aumento de las importaciones, la disminución de la producción nacional y la incorporación de nuevas tecnologías.

Como consecuencia de ello, aumentó el desempleo, el empleo precario, la incertidumbre respecto a la sostenibilidad laboral y se acrecentó la pobreza estructural de la región. A nivel educativo, Rama (2006) afirma que esto orientó a muchas familias a optar por un incremento en sus niveles de estudio como estrategia de supervivencia en el escenario de cambios e inestabilidad laboral. Como corolario de esto, se ha desencadenado un proceso de masificación en los niveles superiores de los sistemas educativos regionales.

A ese contexto, se suma la carga económica que generaba para los países la deuda externa en la década del noventa. Esto les impuso la necesidad de recurrir, cada vez más, a préstamos de organismos internacionales. Según Coraggio (1999), estos organismos, a la vez que concedían dichos empréstitos, exigían también el cumplimiento de ciertas condiciones. Éstas se referían a recomendaciones acerca de las políticas sociales que debían implementar los países latinoamericanos para conseguir dichos préstamos.

Todos estos cambios tuvieron su impacto en la educación latinoamericana en general, y en la del nivel superior en particular. Principalmente, se evidenció una exigencia cada vez mayor de competencias para insertarse en el mercado laboral y una necesidad de incrementar los niveles educativos de las personas. Esto contribuyó a un aumento progresivo de la masificación de la educación superior y fundamentó, luego, el discurso de la denominada “reforma educativa” en los distintos países.

El Estado Post-Social o Neoliberal en el contexto de la globalización

Como anticipamos en el apartado anterior, tras un largo periodo de sucesivos gobiernos militares, la vuelta a la democracia en los países latinoamericanos, que por lo general sucedió en la década de los ochenta, debió afrontar un escenario convulsionado por una crisis estructural que afectaba a la región en sus diversos órdenes. Crisis del Estado, hiperinflación, desigualdades sociales en aumento, fragmentación política, son algunas de las características que se destacaron en la época.

En ese contexto, se planteó una reorganización del Estado caracterizada esencialmente por la crisis del Estado de bienestar y la nueva integración al mercado mundial. Al respecto, García Delgado (1994) afirma que en la década del noventa comienza a delinearse la etapa denominada “Estado Neoliberal o Post-Social”.

En el aspecto económico, la presencia de la globalización se hizo notoria a partir de la liberalización de tecnologías luego de la finalización de la Guerra Fría (aunque sus orígenes se iniciaron mucho antes de ese hecho). Esto facilitó el establecimiento de una interconexión mundial acortando distancias y tiempos, y la integración de las formas de producción y organización de los mercados. Otro efecto de esta interconexión global fue la profundización de la dependencia recíproca entre los países del mundo, lo que puso en cuestionamiento la capacidad del Estado de controlar la economía.

En la teoría neoliberal, el libre mercado es una institución perfecta capaz de generar un crecimiento equilibrado por sí mismo, a condición de que el Estado no intervenga en él. En ese sentido, el mercado se instaura como mecanismo autorregulador, pasando a jugar un papel protagonista en el contexto regional.

Por su parte, el Estado adquiere las características de un “Estado mínimo”, se vislumbra debilitado, incapacitado para controlar la economía y con la necesidad de disminuir gastos. Por ello, abandona su rol de “interventor” y pasa a actuar como “garante de las reglas de juego”: privatiza sus empresas, reduce el empleo estatal y transfiere al mercado la capacidad de conducir el modelo de desarrollo y distribución de bienes.

Luiz C. Bresser-Pereira (2009) dice que el neoliberalismo, en este sentido, tomó por asalto al Estado en nombre del mercado. El Estado tiende a favorecer un modelo de acumulación orientado más hacia la competitividad a nivel global que hacia el mercado interno; deja de lado la industrialización, las políticas de masa, los trabajadores y su organización, y el desarrollo industrial interno. La acumulación del capital ya no depende de los recursos naturales, sino de la apropiación del conocimiento y de la competitividad externa: lo que importa es la inclusión en el mundo económico.

En concordancia con las sugerencias de los organismos internacionales de financiamiento, las políticas de descentralización y ajuste aparecían como una iniciativa prometedora para esta nueva organización estatal. Así, los gobiernos optaron por trasladar a las provincias o estados la responsabilidad en la prestación de los servicios sociales básicos –como educación y salud– haciendo efectivo el proceso de descentralización.

En Argentina, a mediados de 1991, esas políticas de descentralización se tradujeron en la transferencia de responsabilidades del Estado a las provincias, gracias a lo cual el Estado logró disminuir sus gastos. Las jurisdicciones pasaron de administrar el 55% de los servicios sociales, a proveer el 64% de ellos.

Muchos autores (Slater, 1996; Senén González, 1994) coinciden en afirmar que este proceso de descentralización respondió a una lógica política de reducción de la acción pública a favor del mercado.[2] Slater (1996) se refiere a ello comparando la descentralización con una “máscara”, ya que estas políticas fueron en definitiva portadoras de los intereses económicos propios de los organismos internacionales de crédito. Tanto Argentina como otros países latinoamericanos debieron adscribirse a dicha lógica para poder reducir el déficit fiscal y acceder a los créditos de estos organismos que les permitirían mejorar su situación financiera.

Si bien desde el discurso se propuso una descentralización educativa, lo que se aplicó fue una política de transferencia impulsada por objetivos fiscales dentro de la reforma del Estado, en un contexto de reorientación de las políticas sociales.

Es de destacar que la característica de “Estado mínimo” y la descentralización de servicios pusieron en jaque la legitimidad estatal cuestionando su capacidad de hacerse cargo de dichos espacios. Al respecto, Chiroleu e Iazzetta (2005) ponen de manifiesto la consumación inminente de un nuevo desplazamiento de las preferencias desde lo público a lo privado, y destacan que este hecho cuestionaba la legitimidad y autoridad del Estado para producir bienes públicos.

Frente a ello, el aparato estatal en América Latina se orientó a generar ciertas estrategias de centralización, como es la creación de agencias acreditadoras y evaluadoras de la calidad educativa. El Estado argentino, a través del Ministerio de Educación, se reservó la facultad de definir los contenidos curriculares de todos los niveles del sistema educativo y los programas de la Red Federal de Formación Docente Continua. Estos mecanismos funcionaron como forma de “recuperar” el poder que el Estado Nacional delegó supuestamente a través de la política de descentralización.

En tal sentido, resulta interesante considerar aquí el análisis planteado por Hans Weiler (1996) sobre el carácter contradictorio de los intereses del propio Estado. Este autor propone que, si bien al Estado le interesa mantener el control asegurando su efectividad, a la vez también necesita mejorar y sustentar la base normativa de su autoridad (su legitimidad). No siempre las medidas que favorecen esta legitimidad resultan eficaces en términos de control y, viceversa, el excesivo afán por la eficacia y el control puede debilitar las bases de la legitimidad; es decir, “las políticas de descentralización de la administración de los sistemas educativos llevan en sí mismas las semillas de sus propias contradicciones” (Weiler, 1996, p. 210).

En este mismo sentido, Krotsch (2001) señala que en la Argentina, paradójicamente, la construcción del “Estado Supervisor no implicó descargarlo de funciones, sino por el contrario acrecentar su capacidad de dirección y control” (p. 167).

A decir de Slater (1996), esta situación plantea la coexistencia de actividades centralizadoras y descentralizadoras dentro de una misma política. La descentralización funciona de esta manera como un “mito” (p. 72), un doble discurso político.

Desarrollo y educación: revalorización de este binomio en la agenda de los organismos internacionales

Históricamente, la educación impartida por el sistema educativo ha sido la institución legítima encargada de la reproducción cultural e impulsora del desarrollo. Con diverso énfasis, el sistema educativo fue considerado por los diferentes gobiernos latinoamericanos como el motor principal para el desarrollo del país y la región.[3]

En los noventa, los organismos internacionales propulsores de nuevos paradigmas han determinado matices diferentes en esta relación entre el sistema educativo y el desarrollo. El análisis de estos matices resulta clave para comprender el curso que tomaron las políticas educativas en la región.

Según Coraggio (1995), en la época de la transición al siglo XXI, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 1990), introdujo una nueva acepción del desarrollo, diferente a la que lo vincula al crecimiento económico. En el Informe de 1996 se definió al Desarrollo Humano (DH) como:

El proceso de ampliación del rango de elecciones de la gente, aumentando sus oportunidades de educación, atención médica, ingreso y empleo, y cubriendo el espectro completo de las elecciones humanas, desde un medio ambiente físico saludable hasta las libertades económicas y humanas. (Coraggio, 1995, p. 37)

El modo de aproximarse a su medición que propuso el PNUD (1996) es a través del IDH (Índice de Desarrollo Humano). Éste combina los índices de educación (tasa de analfabetismo, promedio de años de escolaridad de la población de 25 años y más), salud (esperanza de vida al nacer) y la disponibilidad de recursos económicos medida a partir del PIB per cápita ajustado por el costo de vida.[4]

Según esta idea, el desarrollo humano es condición y no resultado del crecimiento económico, concepción que sustentó las políticas globales impulsadas por organismos internacionales, entre las que encontramos la denominada “Educación para Todos” (Comisión Interinstitucional de la Conferencia Mundial sobre Educación para Todos [CICMET], 1990), que fue impulsada por la UNESCO, la UNICEF, el PNUD y el Banco Mundial (BM).

Coraggio (1995) afirma que el documento “Educación para Todos” (1990) enfatizó la Educación Básica (EB), que incluye la instrucción a nivel inicial y primario, base de aprendizajes posteriores, así como la alfabetización, conocimientos generales y capacidades para la vida de los jóvenes y adultos. Según esta política, a través del fortalecimiento del sistema educativo en los aspectos y niveles mencionados, es posible alcanzar la satisfacción de las Necesidades Básicas de Aprendizaje (NEBA), definidas como los conocimientos, capacidades y valores necesarios para que las personas sobrevivan, mejoren su calidad de vida y sigan aprendiendo (CICMET, 1990).

Esta propuesta aspira a que la política educativa sea la vía propulsora del desarrollo humano, y ve a la educación como un derecho y responsabilidad social para satisfacer las NEBA.

El BM (CICMET, 1990), por su parte, enfatizó la calidad e igualdad de oportunidades de acceso al sistema educativo. Para ello, sugirió lo siguiente: la descentralización del sistema; la prioridad de la escuela primaria; la reducción del presupuesto y el papel del Estado en educación superior; poner el foco del gasto educativo en los sectores de extrema pobreza; en la escuela primaria, privilegiar el acceso a textos y desayuno escolar, aumentar el número de alumnos por docentes y, paradójicamente, mantener bajos sus salarios, entre otras recomendaciones. En síntesis, para el BM (CICMET, 1990) la “Educación para Todos” implicó ampliar la cobertura educativa y llegar a los grupos en desventaja para lograr la equidad y fortalecer el potencial productivo de la fuerza de trabajo nacional.

Respecto a la educación superior, el BM fue el principal propulsor de las políticas de evaluación. Además, sugirió una redefinición del papel del gobierno de la educación superior a través del fomento al sector privado, la diversificación en el financiamiento de las universidades mediante la participación de los estudiantes en el pago de la matrícula y la vinculación entre los resultados de la evaluación y el financiamiento, estimulando a la competición por obtener mejores resultados, lo cual redituaría en un mejor financiamiento por parte del Estado. En ese sentido, propone dos mecanismos de evaluación: la autoevaluación de los objetivos y del desempeño de las instituciones, y una evaluación externa a través de organismos públicos o privados.

En Argentina, estas recomendaciones se tradujeron en la Ley de Educación Superior, sancionada en 1995, que además de atender otras cuestiones relativas al nivel, crea un organismo específico encargado de las actividades de evaluación y acreditación de la educación superior de universidades privadas, nacionales y provinciales: la agencia federal denominada Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU). Este organismo público comenzó sus actividades en 1996. A partir de ese año se encarga de la acreditación de las carreras de posgrado y de grado, y de gestionar la autoevaluación institucional.

La Comisión Económica para América Latina (CEPAL, 1990) propuso una estrategia económica para los países de la región denominada “Transformación Productiva con Equidad”, cuyo eje fue “Educación y Conocimiento”. Este organismo sostiene que el desarrollo científico y tecnológico, la educación, y la capacitación son instrumentos para lograr la competitividad; por ello toda la población debe estar capacitada para manejar los códigos culturales básicos de la modernidad y adquirir conocimientos y destrezas necesarios para participar activamente en la vida pública y responder a las demandas de un entorno cambiante.

Respecto del nivel superior de educación, la CEPAL (CEPAL-UNESCO, 1992) destacó el papel principal de las universidades para la formación de recursos humanos en los países de América Latina y el Caribe. También apoyó las políticas de mejoramiento de la calidad y la acreditación de instituciones, programas y unidades de la educación superior; la formación de académicos e investigadores; la investigación educacional para la generación, difusión y utilización de conocimientos; el intercambio y movilidad de alumnos, y la cooperación estratégica.

Tal como es posible observar, ligada al concepto de desarrollo, la “competitividad regional y nacional” ha adquirido gran relevancia en este contexto, constituyendo una cuestión importante en el diseño de políticas orientadas al desarrollo social y económico, entre ellas las educativas.

La relación educación-competitividad es pertinente puesto que la competitividad depende del nivel de desarrollo de los capitales social, económico, natural, físico e intelectual.

El “capital intelectual” de una región se basa en el “capital humano” y comprende ciertas características de la población como la competencia, el conocimiento, los valores y el potencial innovador, todas ellas forjadas mediante la educación formal en sus diferentes niveles y modalidades. De allí es posible visualizar claramente el modo en que la educación sistémica se inserta en los conceptos de desarrollo y competitividad.[5]

Las acciones de la política educativa en el proceso de descentralización argentino

Tal vez las características más importantes del periodo neoliberal en términos educativos hayan sido las medidas del Estado en los primeros años de los noventa, tendientes a consolidar el proceso de transferencia total de la responsabilidad educativa a las provincias.

En Argentina, la descentralización del servicio encuentra su expresión más genuina en ciertos instrumentos normativos aprobados por el gobierno de turno, entre los que se destacan: la Ley de Transferencia Educativa N° 24.049/91 y la Ley Federal de Educación N° 24.195/93.

La primera de ellas, sancionada en diciembre de 1991, estipula el traspaso de los niveles medio y superior no universitario de jurisdicción nacional a las provincias, cerrando así un proceso iniciado treinta años atrás. Recordemos que la descentralización educativa tuvo su primera etapa en 1978 con la transferencia de los niveles pre-primario y primario de la Nación a las provincias.

La segunda ley plantea principalmente dos modificaciones: la reestructuración del sistema educativo y el cambio del rol del Estado en relación a la educación, delegando su sostenimiento a las provincias, reservando para sí las funciones de control y la fijación de las políticas educativas.

En este contexto, cabe tener presente que el proceso de descentralización en los noventa, se habría concretado con el fundamento de mejorar la calidad de los servicios educativos, racionalizar recursos e incrementar la participación de los actores de la comunidad educativa. Este mecanismo permitiría terminar con la burocratización del sistema, y adaptar la gestión a las realidades locales particulares. Pero el cumplimiento de esto dependía, según Filmus (1996), de dos factores: la lógica política que orienta los procesos de descentralización y la capacidad del Estado, las jurisdicciones y las instituciones de asumir los nuevos roles que el proceso demandaba.

En Argentina, se estableció un fuerte debate respecto de la lógica que prevaleció a la hora de tomar decisiones: ¿una lógica economicista, una lógica instrumental o una lógica democrática y participativa?

Al respecto, Senén González (1994) afirma que predominó la preocupación por solucionar la crisis fiscal del Estado Nacional, antes que cuestiones relativas a la participación democrática o la optimización del servicio. Según la autora mencionada, el cambio que propuso la política de descentralización causó un fuerte impacto, ya que las provincias no estaban preparadas para ello.

Tanto en la descentralización de fines de los setenta como en la de comienzos de los noventa, la transferencia se llevó a cabo sin recursos adicionales y sólo con la promesa, por parte de las autoridades económicas nacionales, de mejorías en la situación fiscal.

Con relación a estas cuestiones, Senén González (1994) ha publicado un interesante artículo donde afirma que:

no se previeron modelos alternativos o transitorios de gestión de los servicios transferidos. Ello llevó a situaciones muy heterogéneas debido a que las provincias tienen profundas diferencias en cuanto a su capacidad institucional y administrativa. Algunas –las menos– han integrado en forma armónica y sin conflictos la totalidad de los servicios con su propio sistema educativo [...] En cambio, otras jurisdicciones necesitarán más tiempo y esfuerzo, sobre todo en el armado de una capacidad gerencial, ya que las administraciones públicas adolecen de debilidades estructurales en cuanto a formación de recursos humanos, obsolescencia tecnológica y escasez de financiamiento. (Senén González, 1994, p. 167)

Es importante destacar que para esta autora, un supuesto básico para realizar un proceso de descentralización exitoso es la existencia de un sujeto con capacidad para gestionar los intereses colectivos y la transferencia a ese sujeto, de un conjunto de competencias y recursos que podrá gestionar de modo autónomo. Es decir, que la implementación de políticas de descentralización requiere no sólo la capacidad económica del “sujeto” que recibe las responsabilidades, sino también la provisión de personal especializado capaz de gestionar la totalidad de los recursos.

Todo proceso de descentralización exige a los actores una serie de aptitudes que es necesario desarrollar antes del inicio del proceso, entre ellas: capacidad para la concertación, manejo de la información, dominio de mecanismos de evaluación, innovación y transformación pedagógica en un contexto de equidad e igualdad de oportunidades. Según varios autores (Miranda, 2001; Senén González, 1994), nada de esto se dio en el caso argentino.

Panorama de la Educación Superior en el escenario global actual

Pensar en la educación superior en el contexto global nos lleva a entenderla a partir de las problemáticas que surgen a raíz de los cambios.

Tal como hemos dicho, en el contexto de los noventa y en el marco de la revalorización del conocimiento en su vinculación con el desarrollo y la producción, los gobiernos latinoamericanos asumen como prioritarios los temas de la calidad y la equidad en la educación. Estos temas se focalizaron primero en los niveles primario y medio implementando medidas orientadas a mejorar el rendimiento de los estudiantes; luego, en el nivel universitario, instaurando procesos de evaluación institucional y acreditación de carreras.

Otros factores que incidieron en que la mayoría de los países de la región desarrollaran, pusieran en práctica y perfeccionaran mecanismos para la evaluación de la educación superior, fueron los siguientes: la creciente demanda de acceso a la educación, derivada del incremento del nivel educativo de la población en los países de la región, la diversificación de la oferta educativa en el nivel superior (en cuanto a número, tipo de instituciones, carreras y títulos que componen la oferta), el descenso de su calidad, la burocratización de las instituciones públicas y las bajas remuneraciones de los académicos (Cfr. Lemaitre, s. f.).

Así es como la educación superior debió transformarse para atender las nuevas exigencias de la sociedad global: demanda de empleo y de conocimiento especializado, necesidad de lograr mayor eficiencia[6] y asegurar el uso social de los fondos destinados a este nivel del sistema educativo.

Asimismo, la necesidad de asegurar la calidad de los estudios de nivel superior se ha visto acentuada en los años recientes, debido al énfasis en la integración económica que caracteriza a las actuales políticas de desarrollo nacionales. Éstas han dado origen a la conformación de bloques económicos y al establecimiento de acuerdos comerciales tales como el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), el Mercado Común del Sur (MERCOSUR), etc., cuyo objetivo es lograr mayores índices de desarrollo socio-económico y más competitividad nacional y regional para responder a la demanda de la globalización neoliberal.

La dinámica propia de los procesos de integración no sólo plantea desafíos respecto de la exigencia de conocimiento como condición básica para el desarrollo, sino que también imprime en la educación superior ciertas características: liberalización de las políticas del sector, implementación de estándares comunes para la educación profesional, reconocimiento mutuo de las credenciales académicas y oferta transfronteriza de educación superior por parte de proveedores privados (Leen, 2003).

Con relación a ello, muchas de nuestras alianzas latinoamericanas para lograr la integración regional coinciden en el interés por la temática de la calidad universitaria, creando organismos para su evaluación y acreditación. Como ejemplo, podemos mencionar al MERCOSUR, que ha incorporado el tema educativo desde sus inicios, destacando en el “Protocolo de Intenciones del Área Educativa” (1991) la importancia de la educación superior para la formación de recursos humanos, creando en 1998 el Mecanismo Experimental de Acreditación de Carreras para el Reconocimiento de Títulos de Grado Universitario (MEXA), del cual se derivan los procesos de Acreditación Regional de Carreras Universitarias (ARCU-SUR), y poniendo en funcionamiento la Red de Agencias Nacionales de Acreditación (RANA).

El MEXA constituye un avance sobre el reconocimiento público de títulos por parte de Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay, Bolivia y Chile, estableciendo parámetros comunes que aplicarían las agencias nacionales de acreditación.

También la Red Iberoamericana para la Acreditación de la Calidad de la Educación Superior (RIACES), creada en 2003, constituye un ámbito regional destinado al aseguramiento de la calidad que integra prácticamente a todos los países latinoamericanos, con la presidencia de Argentina, a través de la CONEAU, y de España a cargo de la secretaría.

Hoy en día, nuevos procesos ligados al avance de la globalización interpelan la realidad de la educación universitaria. Al respecto, un estudio coordinado por Hans de Wit (2005), observó que en América Latina, las universidades de la región, en su afán por mejorar el tan deseado conocimiento y por lograr la cooperación para el intercambio de saberes, están cada vez más interesadas en participar de lo que se denomina “internacionalización” de la educación superior. Según Wit (2005), la cooperación, la interacción y la transferencia regional aún se encuentran en una etapa inicial de desarrollo, por lo cual podría hablarse de una incipiente cultura de la cooperación internacional del nivel superior.

Este proceso de internacionalización en que participan las universidades, implica el establecimiento de acuerdos regionales para el reconocimiento de estudios y para la circulación de académicos y estudiantes.

Respecto de ello, Barsky, Domínguez y Pousadela (2004) afirman que este proceso se encuentra en un bajo nivel de desarrollo: la complementación de carreras de grado y los estudios cursados en otras universidades nacionales o latinoamericanas, son reconocidos según criterios propios de cada institución. Asimismo, la cooperación académica a través de redes intra e interregionales continúa siendo una prometedora declaración de buena voluntad y convive con experiencias altamente mercantilizadas.

En ese sentido, la internacionalización de la educación superior, en el marco de la globalización y de la conformación de bloques regionales, donde los países firman alianzas de cooperación para ser más competitivos a nivel mundial y buscan mayores niveles de educación en la población, constituye un tema polémico que demanda la atención de políticas específicas para el sector. Al respecto, Wit (2005) señala la idea de que en este proceso de globalización no somos sólo víctimas sino también agentes muy activos en el sentido de que, mientras no se atiendan adecuadamente estos temas, estamos siendo cómplices de un proceso que pareciera regirse por sí solo, sobre el cual no tenemos control pero en el que en verdad podemos interferir.

A todo ello se suma otro desafío para la educación superior: la “transnacionalización”, que se disfraza con características semejantes a la internacionalización, pero conlleva un interés diferente de trasfondo. La transnacionalización de la educación superior se refiere a que muchos de estos acuerdos entre universidades de diferentes países tienen más bien fines de lucro, planteando nuevos desafíos para los organismos responsables de garantizar la calidad.

Tal como dijimos al comienzo de este trabajo, al mismo tiempo que el modelo neoliberal de los noventa generaba nuevas reglas de juego, también iba introduciendo la lógica del libre mercado en la educación superior, favoreciendo la tendencia hacia la transnacionalización de la oferta.

Desde los países desarrollados se está intensificando el accionar concreto de movimientos tendientes a que la educación universitaria sea considerada como un servicio comercializable y sea incluido en las agendas tanto de la Organización Mundial de Comercio (OMC), como del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Se observa una tendencia hacia la internacionalización de la educación superior con un mayor énfasis en razones y fundamentos económicos, que ve a la educación como comercio más que como un producto de cooperación internacional.

Los estudiosos del tema (Fernandez Lamarra, 2007; Witt, 2005) pronostican que, de no controlarse esta situación, probablemente la validez de los diplomas, los contenidos programáticos e inclusive las políticas educativas, no serán en el futuro resorte de los gobiernos nacionales sino que quedarán bajo el ámbito de entidades supranacionales y a merced de las presiones de los estados más fuertes.

Se observa que América Latina debe enfrentar las exigencias de la competitividad con el dilema de garantizar niveles de calidad en ofertas que escapan al control estatal, reguladas por agencias globales, como el GATE (Global Agency for Transnacional Education), que alienta a entidades con fines de lucro, lo cual pone en duda la seriedad con que se acredita la educación transnacional.

Y el panorama se oscurece aun más cuando se considera que las nuevas tecnologías de la comunicación, como internet, son portadoras de programas transnacionales con modalidad a distancia, trascendiendo fronteras y mecanismos de control estatales.

Según estudios anteriores (Barreyro & Lagoria, 2010), los alcances de este fenómeno aún no han sido estudiados, incluso en lo que a calidad de la educación se refiere. De este modo, el presente escenario abre nuevos desafíos con respecto a las perspectivas futuras de la educación superior en todos los países de Latinoamérica. Esto plantea la necesidad urgente de prestarle la debida atención, tanto por parte de los estados como de las redes y organismos internacionales. Se impone la búsqueda de acuerdos e integración de criterios respecto de cómo evaluar estos programas internacionales y transnacionales, a fin de tomar las riendas de su curso.

Para cerrar

En este artículo nos hemos propuesto analizar los cambios de la década del noventa con el propósito de comprender el panorama educativo en el nivel superior de educación.

Como pudimos observar, la educación superior se valorizó como una herramienta generadora de conocimientos que resultan vitales para la actividad productiva (Rama, 2006). Eso, sumado a la masificación de la matrícula y a la ampliación del acceso por la vía privada con programas de dudosa calidad, generó lo que Rama (2006) denominó la Tercera Reforma de la Educación Superior. En dicha Reforma, el Estado asume un papel principal como regulador buscando la calidad en los programas de enseñanza y en las instituciones.

La calidad de la educación fue un elemento de importancia en la década del noventa. Esto se tradujo en propuestas de evaluación sistémica de los diferentes niveles educativos incluyendo al nivel superior. Así, los sistemas de evaluación de la calidad surgieron como una forma de intervención estatal en las políticas educativas latinoamericanas, implantando la evaluación y la acreditación de la educación superior.

Asimismo, con los procesos de internacionalización y de transnacionalización, estas políticas de aseguramiento de la educación superior alcanzan niveles internacionales y regionales en concordancia con los procesos de integración regional.

A raíz de lo planteado aquí, se abren interesantes puertas para continuar analizando los procesos que afectan a la educación superior. Estos nuevos intereses serán objeto de análisis en futuros estudios y publicaciones.

Referencias bibliográficas

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Slater, D. (1996). La geopolítica del proceso globalizador y el poder territorial en las relaciones norte-sur: imaginaciones desafiantes de lo global. En M. Pereyra, J. García, A. J. Gómez & M. Beas (Comps.), Globalización y descentralización de los sistemas educativos (pp. 59-92). Barcelona: Pomares-Corredor.

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[1]. Aquí tomaremos el término desde su acepción económica. Hacemos esta salvedad ya que algunos autores incluyen un aspecto cultural en la globalización (Rivero, 1999; Garretón, 2002), aspecto que no negamos pero preferimos diferenciarlo, ya que otros autores emplean el término “mundialización” para referirse específicamente a este aspecto “global” de la cultura (Ortíz, 1997).

[2]. Vale recordar que en una sociedad democrática, quien dice “bienes públicos” dice “bienes ciudadanos”, pero en la “sociedad de mercado” que se ha ido configurando, éstos ya no son reconocidos como bienes a los que tienen derecho los ciudadanos –por el sólo hecho de participar en una comunidad– sino que pasan a ser concebidos como bienes intercambiables en el mercado a los que se accede de acuerdo con las oportunidades y capacidades de intercambio individual reguladas por la libre contratación (Chiroleu & Iazzetta, 2005).

[3]. Como ejemplo de ello, vale mencionar el proyecto sarmientino y la obra de Simón Bolívar. Para Sarmiento, la educación superior era de importancia crucial para la construcción de la Nación, pero ella debía constituirse en continuidad con la educación básica y masiva, ya que la cultura y civilización de un pueblo no podían sustentarse en la existencia de unos cuantos ilustrados frente a una masa de ignorantes. Por consiguiente, sostuvo que el porvenir de un país se funda en el desarrollo social y, de modo singular, en la educación de todos sus habitantes. Por su parte, Simón Bolívar sostenía su ideal de integración del pueblo latinoamericano, sustentado en la unidad del gobierno, la legislación, el espíritu nacional y la educación en un todo social, con la convicción de que la Nación marcha hacia su grandeza al mismo paso que avanza la educación. Tanto Sarmiento como Bolívar, concibieron la escuela como un factor dinámico que opera sobre la sociedad, consolidándola y transformándola (Lagoria, 2012).

[4]. Los autores del informe reconocen que hay una brecha entre este indicador y los aspectos cualitativos de la vida, pero por razones metodológicas han optado por no considerar todos los ámbitos que el concepto de Desarrollo Humano implica.

[5]. Si bien tenemos en claro que el escenario latinoamericano ha cambiado sustantivamente en las décadas posteriores a la de los noventa, hemos decidido no incursionar en ese tema ya que este artículo se delimita dentro de los cambios que surgen o se potencian en el periodo neoliberal. Esto es así porque nuestro propósito final es comprender los procesos que se desarrollan a raíz de esos cambios y el modo en que éstos intervienen en la educación, particularmente en el nivel superior.

[6]. Cuando hablamos de “eficiencia” hacemos referencia a la capacidad institucional de obtener los mejores resultados minimizando dinero, tiempo y recursos humanos.