Revista de Investigación Educativa 13
julio-diciembre, 2011

ISSN 1870-5308, Xalapa, Ver.
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana

     
   
Educación y desigualdad en México a través de eventos académicos, 1981-2004. Una aproximación de segundo orden
   
 

Mtro. Jesús Aguilar Nery

Estudiante de doctorado
Departamento de Investigaciones Educativas-CINVESTAV

Recibido: 25 de enero de 2010
Aceptado: 29 de octubre de 2010

 

Introducción

Presento un ejercicio de lectura siguiendo la teoría de la observación de Luhmann sobre una porción del campo de la investigación educativa en México de carácter nacional e internacional, a partir de las publicaciones de ciertos eventos académicos, realizados entre 1981 y 2004.[1] Se trata de explorar el potencial de los planteamientos de Luhmann en relación con la construcción de conocimientos acerca de las desigualdades en educación, para ubicar las distinciones clave que se han puesto en operación, indagar si hubo (o no) cambios en sus configuraciones, y con ello, comprender las trayectorias en las formaciones discursivas de una parte de los conocimientos educativos especializados.

Para cumplir lo anterior, primero, presento una síntesis de los planteamientos luhmannianos (básicamente su teoría de la observación y la observación de segundo orden), para introducir el emplazamiento analítico desde el que propongo observar cierta producción académica específica: un congreso, un simposio, un seminario y un coloquio; eventos que en buena medida se refieren a las desigualdades en México. Enseguida destaco lo significativo de los eventos académicos; asimismo, hago una breve caracterización de la muestra de materiales que analizo. Luego presento el análisis de los mismos y cierro con algunas consideraciones finales.

Sobre la teoría de la observación de Luhmann

Las descripciones sobre el conocimiento científico son entendidas por Luhmann como operaciones de observación cuando se plasman en textos. Desde esta perspectiva, me interesan las descripciones elaboradas por ciertos especialistas en foros puntuales, pues son una puerta de entrada para comprender cómo se han ido configurando las desigualdades en educación en momentos específicos, explorar cómo han cambiado las trayectorias conceptuales para pensar esta compleja trama que ha sido guía de ciertas intervenciones (y no otras). No parto de un criterio o una definición de desigualdad normativa, para ver qué tanto se acerca o aleja lo que el campo ha desarrollado –“el sistema”, diría Luhmann–; mi intención es observar en los eventos elegidos la producción de la semántica que se ha ido configurando en torno a la desigualdad en la educación.

En auxilio para cumplir mi objetivo, la herramienta teórica que utilizo es el tratamiento transdisciplinario[2] que da Luhmann a la observación, la cual permite acercarnos –desde un plano epistémico– a los procesos de construcción de conocimientos que procesan “distinciones”; especialmente me enfocaré en la operación “observación de segundo orden”, cuyo objeto es observar las distinciones que ponen en marcha ciertos observadores, en nuestro caso, de cuatro eventos académicos asociados con desigualdades en educación; de tal modo que indagaré la emergencia de algunas de ellas, el cambio en el uso de las ya establecidas y la estabilización de aquellas con mayor capacidad de enlace, las cuales Luhmann denomina como “diferencias directrices”. Abundo un poco más en torno a la observación y la observación de segundo orden.

De acuerdo con Luhmann, observar es la utilización de la diferencia para designar un lado y no el otro de aquello que se observa. La definición del concepto es del matemático Spencer Brown y “se encuentra en un concepto extremadamente formal del acto de observar, es decir, evitar cualquier representación de exclusividad en el sentido de si un observador es una conciencia, un cerebro o un sujeto trascendental” (Luhmann, 1996a, p. 116); de tal modo, debemos reconocer una primera distinción entre observar y observador. Observar es “la operación” y el observador es “un sistema” que utiliza las operaciones de observación recursivamente para lograr una diferencia con “el entorno” (p. 116). Como corolario del establecimiento de la diferencia entre operación/observación, señala Luhmann (1996a): a) el observador está dentro del mundo que intenta observar o describir; b) el observador observa operaciones; c) él mismo es una operación, pues se construye como observador en el mismo momento que construye los enlaces en la operación de observar (p. 117).

El tratamiento abstracto de la observación es significativo pues está en la base de la teoría sistémica de Luhmann; desde ahí el mundo es pensado a partir de una serie de distinciones, y la primera de ellas es precisamente la observación misma. “El punto de partida de esta teoría consiste en que el mundo como infinitud inobservable, es cortado por una línea divisoria: de un lado se encuentra el sistema, y el otro lado debe ser considerado como entorno” (Luhmann, 1996a, p. 123). Luhmann reconoce que dicha distinción ni es la única ni la más apropiada en todas las discusiones, “es un tipo de observación entre muchos otros” (p. 116). Así, todas las distinciones que pensemos o que han sido establecidas, por ejemplo, conocer/saber, significante/significado, Estado/sociedad, naturaleza/cultura, enseñanza/aprendizaje, etc., tienen como “último techo de abstracción” (p. 117) la diferencia entre observación y operación; de este modo, lo que es incuestionable “es la operación de la observación” (p. 117), pues al tratar de hacerlo se debe hacer mediante otra observación, que introduce la posibilidad de ser observada.

Luhmann avanza por un plano “operacional”, una base “genética” más allá de la corriente “relacional” ahora más o menos dominante (a la Bourdieu, por ejemplo), con lo que parece ir más allá del “Hombre” como unidad de referencia, para pensar el conocimiento como el procesamiento de distinciones.[3] En breve, los actos de conocimiento son el resultado del procesamiento de selecciones que tienen la forma de la “diferencia” (indicar y distinguir). Lo anterior, nos habilita para identificar observadores especializados o “sistemas de reflexión”, los cuales “producen conocimientos sobre las diversas funciones de la sociedad” (Granja, 2002, p. 62); por ejemplo, la ciencia política es un observador especializado de la política y el Estado. En la educación, los sistemas de reflexión son, entre otros, la pedagogía, “las ciencias de la educación” y la investigación educativa (p. 63).

En este punto podemos señalar que los eventos académicos –objeto de mi análisis en este trabajo– se consideran un tipo de observador especializado; mejor dicho, se trata de ver cada congreso, simposio, coloquio, etc., como un “observatorio” para aproximarnos al campo de la educación en relación con las desigualdades. Cada observatorio ha dado como resultado, entre otras cosas, una constelación conceptual y una semántica para hablar de, por ejemplo, disparidades, desigualdades o inequidades educativas, desigualdades escolares, etcétera.

De acuerdo con Granja (2002), algunas implicaciones de esta teoría de la observación son: 1) no se puede observar todo al mismo tiempo, 2) lo que se “enfoca”, se hace con la guía de algún tipo de ordenación, 3) lo que se puede observar está posibilitado desde esa guía, 4) las observaciones ulteriores y las descripciones que se producen están entramadas en esta red (p. 69).

La perspectiva de Luhmann no pretende sustituir a otras, como las que explican la relación sujeto-conocimiento o las condiciones de cientificidad e institucionalización de las ciencias, sino avanza paralela a ellas, a través de la cuestión de “cómo se articulan las formas en que la educación se observa a través de sus ámbitos especializados”, así como por los alcances de esta operación autorreferencial en la construcción de conocimientos educativos (Granja, 2002, p. 63). Esta postura nos conduce a explorar tanto la configuración del conocimiento en ámbitos particulares, como la autoimplicación del conocimiento en torno a las desigualdades en una tradición más o menos acotada.

Observación de segundo orden

De acuerdo con Luhmann, la observación de segundo orden consiste en observar cómo observan los observadores para identificar qué distinciones utilizan. El punto no es atender a una persona que observa, sino sólo a la forma en que el observador realiza distinciones. De tal modo, esta observación “gana” en una suerte de “complejidad progresiva” (ello no significa que se llegará a un conocimiento pleno o completo), y en especial en apreciar aquello que el observador no puede ver por razones de posición; es decir, el punto ciego de toda distinción, que en otros momentos Luhmann (1996b) denomina “latencia”, y a la cual se refiere como el “descubrimiento más excitante de la investigación cognitiva moderna” (p. 69). La observación de segundo orden debe precisar qué esquema de diferencia utiliza quien observa, y con ello, se postula la contingencia de todo conocimiento, pues toda observación depende de las distinciones que puedan emplearse, sin apelar a ninguna esencia última. En palabras de Luhmann (1996a): “todo lo que se puede observar es o artificial, o relativo, o histórico, o plural. El mundo se puede reconstruir, entonces, bajo la modalidad de la contingencia y de otras posibilidades de ser observado (p. 127, énfasis añadido).

La autorreferencialidad se presenta como un correlato de la observación de segundo orden, y según Granja (2002, p. 63), es uno de los conceptos más prometedores en la investigación educativa de la propuesta luhmanniana. Cuando la ciencia observa sus formas de observar se está autoimplicando recursivamente, no en el sentido “reproductor” sin cambios, sino en el sentido de “operaciones del sistema como condición de posibilidad de enlaces emergentes que permitan su continuidad” (su autopoiesis) (Granja & Rojas, 2007, p. 226). Según Luhmann, cuando la ciencia es su propio objeto, se autoobserva (posibilitando también la heteroobservación), entonces está aplicando observaciones de segundo orden, así como continuas autorreferencias. Esto nos posiciona para dar cuenta de ciertas formas de (re)constitución de la “memoria” (incluso de la “identidad”) de campos de conocimientos a través de temporalidades reconocidas como tales (Granja & Rojas 2007, p. 252).

Los llamados observadores especializados de la educación, tales como “las ciencias de la educación” y la investigación educativa, son parte sustantiva de las dinámicas complejas de construcción de conocimientos en educación (Granja, 2002, p. 79). Como parte de tal entramado, en este texto exploro un terreno acotado de la investigación descrito en documentos de algunos eventos académicos, que sirven para observar parte de una memoria acerca de las desigualdades en educación.

De los eventos y los materiales: el avistamiento metodológico

La investigación educativa y los trabajos de historia de la educación nos han provisto de conceptos y semánticas para observaciones y descripciones sobre las formas de entender y describir lo que se considera como conocimiento científico. Por ejemplo, por los trabajos históricos en México sabemos que a mediados de la década de los sesenta hace irrupción lo que propiamente se (auto)designa como investigación educativa, mejor, emerge la investigación educativa como ámbito especializado de observación de la educación, el cual se generaliza y se sedimenta en nuestro país durante la década de los setenta, y ha seguido creciendo y se ha complejizado hasta nuestros días (Granja, 2002, p. 80; De Alba, 2003).

En este sentido, siguiendo a Marcela Gómez (2003), los eventos académicos son momentos de articulación y condensación de múltiples contenidos y producción de significantes, relacionados con otros espacios y otros momentos que juegan como condición de posibilidad material y simbólica de la investigación académica (p. 348). Los eventos abarcan varias dimensiones en su realización, en tanto que están relacionados con la difusión, el intercambio, la legitimación, la actualización y el debate de proyectos e ideas.

De acuerdo con la autora citada, eventos tales como los congresos, simposios, etc., destacan en dos aspectos: por su “fuerza constitutiva” y por su papel en la sedimentación del campo de conocimientos. La fuerza de los eventos radica en su capacidad de convocatoria y de interpelación. Por una parte, los eventos constituyen una de las puertas de ingreso al campo y una posibilidad de posicionamiento en él, donde los especialistas y otros agentes pueden ubicar las producciones y ofrecer las descripciones a sus pares, o a un público más amplio, de las temáticas o problemáticas presentadas; por otra parte, son una muestra más o menos significativa de la producción académica en un momento histórico específico (Gómez, 2003, p. 349).[4] En cuanto al papel sedimentador o de contribución a la configuración de los conocimientos, debe acotarse que los eventos son una porción que converge con otras actividades académicas en la actualización de ciertos discursos y no otros. Los eventos forman una plataforma que hace visibles a los diversos agentes (académicos y demás) interesados en un determinado campo de conocimiento, en un momento determinado, quienes lo dotan de sentido, perspectiva y/o prospectiva, así como por el peso que éstos pueden tener para plantear problemas, responder preguntas o situar perspectivas; es decir, buscan también una interpelación, ya sea inmediata o mediata, mediante las “memorias” impresas de tales eventos.

En breve, considero los eventos académicos como espacios puntuales –huellas– que expresan algunos de los mecanismos de participación y de pertenencia a algunas comunidades académicas; al mismo tiempo, son una fotografía instantánea para apreciar cierta configuración de los campos de producción científica con miras a la interpelación (Gómez, 2003, pp. 349-350). Ello también permite asomarnos a “cómo se observan a sí mismos estos observadores especializados (o si no se autoobservan)” (Granja, 2002, p. 81).

Para este ejercicio, trabajo con una muestra reducida de eventos académicos, que resulta significativa para el ejercicio de lectura propuesto; los eventos tienen en común tratar sobre desigualdades en la educación como parte de sus temáticas, tanto por investigadores nacionales como extranjeros, cubriendo un periodo aproximado de 25 años, a partir del 1er Congreso Nacional de Investigación Educativa realizado en México (1981).[5] A ese primer evento nacional, sumo tres eventos internacionales: un simposio (básicamente latinoamericano) sobre educación y pobreza, realizado en Toluca en 1995; un seminario sobre educación, pobreza y desigualdad (predominantemente latinoamericano) coordinado por un investigador de Harvard entre 1998-2000, publicado en inglés en el año 2000 y en español en 2002 (cito su segunda edición, de 2003), y un coloquio realizado en México en 2004 sobre desigualdad y educación, de convocatoria intercontinental.

Si bien son eventos distintos en formato, duración, temáticas, etc., y con ello, hay algo de arbitrario en su elección, lo cierto es que la muestra se desprendió de una amplia revisión de materiales académicos –aproximadamente 100 para el caso de México– que he realizado en el marco de la investigación más amplia; por ello se trata de una muestra no probabilística. Sin embargo, esto no es del todo preciso, pues aunque diga que realicé un muestreo intencional,[6] el punto es que no puedo asegurar el universo de eventos sobre el tema; por ello, lógicamente descarto la precisión estadística. En cambio, diría que mi muestra es “arbitraria”, en términos de Luhmann, en tanto observo el primer evento como significativo, y a partir de él, así como de otras lecturas concurrentes (anteriores y posteriores), fui estableciendo los eventos que consideré pertinentes para explorar cambios conceptuales y las distinciones empleadas por observadores privilegiados. Justifico mi selección señalando dos criterios para elegir los eventos: a) hablar explícitamente de desigualdades en educación, preferentemente donde estuvieran los autores nacionales más representativos sobre el tema;[7] b) contener cambios conceptuales y/o discursivos respecto al evento previo, y con ello, del contexto más amplio en que se desarrollan los debates.

Cabe aclarar que en este trabajo tampoco busco realizar una comparación entre los eventos, ni echar mano del método comparativo, pues en ambos casos, según los recientes debates al respecto (por ejemplo, Schriewer, 2002), signados por la creciente complejidad y la innovación teórico-conceptual, la investigación comparativa refiere a una trama y unas guías de investigación propias que, si bien son atractivas, no desarrollo particularmente alguna en este momento.

En suma, los eventos elegidos son representativos de distintos momentos de producción académica, y son una muestra significativa, aunque no exhaustiva, de los discursos acerca de la configuración de las desigualdades en la educación mexicana.

El Congreso Nacional de Investigación Educativa de 1981 (CNIE)

Según la introducción del volumen 1 de los documentos base del CNIE (Cadena & Martínez, 1981), fue el primer congreso nacional de su tipo en México, impulsado en 1980 por un grupo de directores de instituciones de investigación y nacido de una iniciativa surgida de la convocatoria del Programa Nacional Indicativo de Investigación Educativa, del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT).[8] El CNIE contó con el patrocinio del Instituto Politécnico Nacional (IPN), además del CONACyT y de la Secretaría de Educación Pública (SEP).

A diferencia de eventos semejantes, centrados en la tradicional presentación oral de ponencias, los organizadores del congreso pretendían “desarrollar un proceso continuo de reflexión, búsqueda, discusión, asimilación”; es decir, se buscaría mayor intercambio y debate en el congreso a partir de documentos elaborados con antelación (Cadena & Martínez, 1981, p. 13).

Los documentos del congreso fueron compilados en 2 volúmenes.[9] Fueron realizados en casi año y medio por un número considerable de investigadores de instituciones públicas y privadas, federales y estatales, de acuerdo con temáticas convenidas previamente, mediante “Comisiones Técnicas” integradas interinstitucionalmente. Sin duda se trata del primer gran esfuerzo en nuestro país para observar la investigación educativa. Se establecieron nueve comisiones temáticas: 1) Educación y sociedad; 2) Cobertura y calidad de la educación; 3) Formación para la docencia; 4) Proceso de enseñanza-aprendizaje; 5) Educación informal y no-formal; 6) Desarrollo curricular; 7) Planeación y administración educativas; 8) Investigación de la investigación educativa; 9) Desarrollo de tecnología educativa.

Destaco que son pocos los textos del CNIE que hablan explícitamente de desigualdad en el campo educativo, pero hay uno que creo decisivo: el texto de María de Ibarrola (1981), perteneciente a la comisión sobre “educación y sociedad”. Incluso la palabra desigualdad u otras más o menos equivalentes como equidad, disparidad, etc., prácticamente están ausentes en los dos volúmenes. De modo que es un buen indicio de la poca relevancia de esta temática hasta principios de los años ochenta.

Simposio internacional sobre educación y pobreza (1995)

Los trabajos fueron presentados del 26 al 28 de octubre de 1995 y el evento fue organizado por El Colegio Mexiquense, con apoyo de la Secretaría de Educación estatal. Participaron funcionarios de la SEP, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), investigadores nacionales e internacionales, representantes de fundaciones u organizaciones civiles del país y del extranjero.

Según los coordinadores de la obra que recoge los documentos del simposio, “los contenidos en este volumen aportan elementos para un mayor conocimiento teórico-metodológico, que permita afrontar el complejo problema de abatir el rezago y contribuir a que la educación se convierta en un mecanismo de reducción de las asimetrías de la entidad y el país” (Pieck & Aguado, 1995, p. 32).

Los objetivos del simposio fueron: i) avanzar en el conocimiento sobre las relaciones de la educación con el fenómeno de la pobreza y sobre sus formulaciones teóricas recientes; ii) examinar el estado que guarda la educación que se encuentra orientada a los grupos marginados; iii) analizar experiencias educativas alternas dirigidas a sectores de la población en zonas de extrema pobreza (Pieck & Aguado, 1995, p. 32). De tal modo, en el simposio se reunieron “experiencias, inquietudes, dudas y propuestas”, buscando cuestionar y analizar varios programas, dirigidos a sectores especialmente en pobreza extrema, para arrojar luz sobre “cómo concretar la utopía de avanzar, mediante la educación, de la desigualdad social a la equidad” (pp. 32-33).

El evento se organizó en 5 secciones, que con pocas modificaciones forman los apartados del libro: 1) Educación, pobreza y desarrollo, sirve de marco teórico a los demás trabajos; 2) Equidad, calidad y eficiencia; 3) Educación y marginación social, donde analizan las contribuciones de los programas educativos no formales, para adultos y grupos marginados de la población; 4) Educación y grupos indígenas; 5) Experiencias y propuestas alternativas en educación y pobreza.

Seminario de Harvard sobre educación, pobreza y desigualdad (1998-2000)

El trabajo compilado por Reimers (2003) es el resultado de un seminario realizado entre 1998 y 2000, coordinado por él desde la Universidad de Harvard, cuyo eje fue “poner en claro la naturaleza de la relación entre educación, pobreza y desigualdad”, así como las políticas educativas para reformar las escuelas, ante todo de “estratos económicos bajos y las políticas encaminadas a mejorar sus oportunidades” (p. 13).

Si bien no es un foro como los previos, un evento puntual, sino un trabajo de colaboración conducido por una sola persona durante cierto tiempo, es interesante porque reunió a un conjunto de especialistas que, según el impulsor del documento, “habían trabajado durante varios años en el estudio de asuntos de igualdad de oportunidades educativas”, ya fuese como elaboradores de políticas educativas, como asesores o gestores de programas educativos, a quienes solicitó abordar temas referentes a las oportunidades de niños de estratos económicos bajos y de las políticas para mejorar las oportunidades de tales poblaciones (Reimers, 2003, p. 13). Reimers envió un documento donde presenta su modelo conceptual (cap. 4 del libro), como base de la discusión y la elaboración de los respectivos capítulos, al que respondieron 21 personas de seis países americanos. A partir de recibir los borradores de los capítulos, se reunieron en un seminario en junio de 1999, auspiciado por la Universidad de Harvard y la Fundación Ford en México. En cada capítulo de los invitados por Reimers (él escribe cuatro, entre ellos la introducción y las conclusiones) se incluyen los comentarios personales de otro/a investigador/a, al parecer generados dentro del seminario. Cuatro de los 16 capítulos son dedicados a México, dos a Chile, dos a Estados Unidos, dos a Latinoamérica y el Caribe como región, y uno para cada uno del resto de países: Perú, Colombia y Argentina.

Según el propio editor, el libro reúne información sobre tres temas: i) el grado y persistencia de la desigualdad educacional, ii) los factores asociados con diferencias en logros educativos de diversos grupos de estudiantes y iii) algunas políticas y programas que se han realizado para promover mayor igualdad educativa y su impacto en el acceso a la educación y al aprendizaje (Reimers, 2003, p. 24). Efectivamente, cada uno de los autores del documento aborda en mayor o menor medida uno(s) u otro(s) temas; pocos abordan los tres de modo equilibrado.

Séptimo coloquio internacional del Fondo Mexicano para la Educación y el Desarrollo (FMED, 2004)

Este evento ha sido auspiciado por la Asociación Civil del mismo nombre (FMED), cuyo tema central de 2004 fue: “Educación y desigualdad”. Fernando Solana (2005), presidente del citado organismo e impulsor del mismo, señaló que tales eventos tienen tres objetivos: 1) estimular la reflexión sistemática sobre los problemas fundamentales de la educación en México; 2) animar el intercambio entre funcionarios, maestros, empresarios y especialistas, y 3) propiciar la presencia de pensamiento internacional en las materias que se abordan (p. 9).

Respecto al tema del evento de 2004, Solana (2005) manifestó: “No hay duda que la educación es una consecuencia y una causa del nivel, tipo y grado de desigualdad social en el mundo”. Por ello, “una sociedad más productiva, más armónica; una sociedad más funcionante [sic] requiere equilibrio, una moderación de la desigualdad, y no hemos avanzado en eso” (p. 11).

Los temas del evento se dividieron en cinco mesas de trabajo: 1) desigualdad en la educación; 2) educación y desigualdad económica; 3) educación y desigualdad social; 4) educación, desigualdad y democracia; y 5) una política educativa para la cohesión social. Además hubo dos encargados de la relatoría y de las conclusiones, incluidas en la publicación.

Observando a los observadores de las desigualdades en educación: el Congreso de 1981

El CNIE es un observatorio especializado interesante, por su magnitud y su alcance histórico, pues estamos frente a la primera “fotografía instantánea” del desenvolvimiento de la investigación educativa desarrollada profesionalmente en la sociedad mexicana[10] entre mediados de los años sesenta y principios de los ochenta.

Visto como un todo, el CNIE observa las relaciones macrosociales entre la sociedad y la educación, así como sus problemas, mediante enfoques teóricos y metodológicos de la sociología, la economía y marcadamente de la economía política marxista. Si bien muy pocos trabajos tematizan las relaciones entre educación y desigualdad explícitamente, en algunos está implícito, por ejemplo, en la comisión encargada de la “educación no-formal”.

Por lo tanto, me detengo en los textos que abordan explícitamente el tema de mi interés, para observar con qué distinciones observan las desigualdades en educación, cómo se configura el binomio y lo que se posibilita (o no) desde tales distinciones (Ibarrola, 1981; Gómez, 1981 y Puiggrós, Quintanilla, Lopsenson & Gómez, 1981), todos ellos en la comisión sobre educación y sociedad.

El texto de Ibarrola (1981) es nodal, debido a que aborda de modo más sistemático el asunto de las desigualdades,[11] haciendo un recuento de las investigaciones realizadas entre 1960 y 1980, centrando su atención en la escolaridad (dejando de lado “todos los demás procesos educativos”) y la desigualdad social (entendida como efecto de la estratificación socioeconómica de México y operacionalizada de diversas maneras) (p. 94). De tal modo, Ibarrola habla de “desigualdades escolares” (no educativas), en contraste con otros investigadores nacionales reconocidos de la época: Latapí (1971) y Muñoz Izquierdo (1979).

En general, en la comisión sobre educación y sociedad ya se aprecia una observación de segundo orden sobre las desigualdades en educación, y esto es más notorio en el texto de Ibarrola que en otros. Por esta razón creo conveniente observar qué distinciones reconoce ella en la producción de los años sesenta e inicios de los setenta, y posteriormente las que usa para la producción de la década de los setenta y principios de los ochenta.[12] Ibarrola observa la producción de los sesenta desde una primera distinción: descripción/explicación. Para ilustrar lo anterior cito dos ejemplos. Por una parte, el juicio de Ibarrola (1981) sobre las investigaciones de corte “funcionalista”, que veían la sociedad como “una sociedad dividida necesariamente en estratos socioeconómicos estancos […] y los indicadores y categorías socioeconómicas constituyeron meros descriptores de una situación que no pretendieron explicar”, esto es, no se pasó a “un cuestionamiento de las causas de esa desigualdad” (p. 95). Por otra parte, Puiggrós et al. (1981) en el mismo evento dijo que los intereses principales de los pedagogos funcionalistas eran: “los problemas de funcionalidad del sistema educativo y la cuestión de la eficiencia de los procesos educacionales”, y la mayoría de investigaciones se orientaron a realizar estudios descriptivos, de tipo cuantitativo, de tales fenómenos (p. 35, énfasis añadidos).

Los funcionalistas concibieron a la educación como otra instancia de producción, subordinada al sistema económico; entonces, las desigualdades en la educación se pensaron como un asunto de “distribución”, que primero debían medir, cuantificar, esto es, describir. De ahí el uso de conceptos provenientes de la economía: analfabetismo simple, funcional; oferta de oportunidades escolares (escuelas, maestros, financiamiento, etc.); demanda potencial, real; presupuesto educativo, etc. Ibarrola (1981) sostiene que con tales indicadores se proponía la tesis “de que la desigualdad económica es el factor determinante de la escasa y muy desigual escolaridad de la población mexicana” (p. 94). Así lo podemos apreciar cuando Ibarrola analiza dos de los textos más representativos de los sesenta, a los cuales ubica como representantes del “empirismo metodológico”. Sostiene que el Plan de 11 Años de 1959 y el primer trabajo de Latapí (1964), “fueron determinantes para precisar la forma de ver la escolaridad de la población mexicana, como una escolaridad muy desigualmente distribuida” (Ibarrola, 1981, p. 94). De ahí también que Víctor Gómez (1981), critique el supuesto funcionalista de que entonces la desigualdad económica podía reducirse mediante la expansión y la disponibilidad de oportunidades educativas, “y a través de programas de educación compensatoria que permitan compensar las desigualdades de origen económico y cultural (p. 52)”.

En suma, Ibarrola y otros investigadores del CNIE habilitan primero el lado izquierdo de la distinción descripción/explicación para observar desde la óptica funcionalista. Luego observan desde el lado derecho de la distinción, para criticar las “fallas” u omisiones del funcionalismo, y más importante, para abordar explicaciones de las causas de las desigualdades. Esto último posibilitó la emergencia de otras observaciones, por ejemplo, la distinción centrada en el concepto de conflicto.[13]

La indicación del conflicto les permitió a Ibarrola y otros autores del CNIE no sólo criticar los supuestos de teorías como la del capital humano y el “reproduccionismo lineal”, sino principalmente explorar las causas de las desigualdades para buscar soluciones a las mismas (por ejemplo, las comisiones “educación informal y no formal”, y “tecnología educativa”). Es decir, la mayoría participa de la distinción del conflicto y desde ahí reconstruye el entramado de la investigación educativa, especialmente de la década de los setenta, teniendo entre sus categorías estelares la de “reproducción” (Weiss, 1981, p. 145). De hecho, la mayoría de los trabajos del CNIE observan a partir de enfoques marxistas que hacen del conflicto una de sus premisas ontológicas básicas. Cito apenas dos ejemplos. En la exposición de la “teoría socio-política de la educación”, Víctor Gómez (1981) sostiene que, a diferencia de la teoría funcionalista, donde la unidad de análisis es el “individuo y sus decisiones libres frente al mercado de trabajo”, en la teoría sociopolítica son “las decisiones de grupos o clases sociales en conflicto entre sí” (p. 53). Por su parte, Cuellar y Gallardo (1981) en un texto que fue parte de los trabajos previos del CNIE, sostienen que el funcionalismo excluye implícitamente el conflicto, “exclusión que se realiza mediante su reducción a un elemento de ‘error’ […] Se trata, cierto, de una exclusión optimista, basada en la creencia de la propia capacidad de superar los conflictos” (p. 42). En el caso de la “hipótesis de la reproducción”, argumentan una exclusión implícita del conflicto “en la aceptación acrítica de la ‘potencia’ determinante de la ideología y de las escuelas”, y al eliminar la discusión “acerca de las condiciones en que es posible la resistencia contra la influencia del sistema” (p. 42). Para superar ambas posiciones, los autores sostienen: “la idea de que debemos partir [es] del supuesto del conflicto y no del supuesto de su eliminación” (p. 42).

La indicación del conflicto se vio reforzada por una nueva constelación de conceptos y nociones tales como lucha de clases, estructuras de poder, reproducción económica y cultural, formaciones sociales, hegemonía, dependencia, dialéctica, contradicciones, ideología, etc., que fueron formando enlaces diversos y tramas teórico-metodológicas que configuraron distintas vertientes, que comparten ciertas premisas; por ejemplo, sobre el cambio social relacionado con el conflicto entre clases sociales (en obvio contraste con la postura funcionalista). Pero también hubo muchos matices y desarrollos que suelen ligarse a figuras representativas de cada vertiente: althusserianos, gramscianos, reproductivistas, teóricos de la resistencia, etc. (Granja, 1993). Al enfocar la parte “latente” de la indicación del conflicto, observo una “latencia” en el trabajo de Ibarrola, y que es más o menos extensiva al CNIE, a saber: el abordaje de “alternativas” o propuestas para combatir las causas de las desigualdades; además, añadiría que emerge otra indicación ligada a la anterior, la inclusión, pues en cierto modo nos remite a que en el CNIE quedaron en segundo plano las acciones para incluir a más personas en el sistema escolar.

Si bien desde antes del congreso de 1981 se definieron las desigualdades escolares en razón de los antecedentes socioeconómicos de los estudiantes (por ejemplo, Coleman, Campbell, Hobson, McPartland, Mood, Weinfeld & York, 1966), esa y otras dimensiones fueron enlazándose de modo emergente a través de ciertas distinciones que permanecen hasta nuestros días. Así, encontramos referencias a estratos sociales o económicos construidos de diversa manera (“altos” y “bajos”; clase media, alta y baja; nivel superior/alto/medio/medio bajo/bajo, etc.), aunque en muchos de los análisis marxistas terminaron polarizando entre clase dominante y clases dominadas o populares, o peor aún, burguesía/proletariado (por ejemplo, Cadena & Martínez, 1981, pp. 274-275). Otros agregados económicos se sumaron: regiones de desarrollo/regiones atrasadas, urbano/rural, desiguales financiamientos interestatales, etc. En otras palabras, desde los años sesenta la dimensión territorial fue de la mano de la dimensión económica; a la que se sumó luego la distinción hombre/mujer (sexo, que no género) a partir de los años setenta, como lo reconoce Ibarrola (1981, p. 98), y más o menos por la misma época comenzaba a emerger la distinción étnica (indígena/no-indígena) (Puiggrós et al. 1981, p. 36), la cual a menudo se subordinaba a la distinción rural/urbano en cruce con la distinción económica.

Estas emergencias discursivas tuvieron su correlato en el contexto sociohistórico nacional, con transformaciones enmarcadas en la reforma educativa posterior a 1968, cuando el gobierno de Echeverría se dio a la tarea de actualizar su bagaje “revolucionario” y revitalizar las instituciones, que sufrían desconfianza y cierto desprestigio. El discurso político populista (incluso autocrítico) impregnó a la nueva “reforma educativa” anunciada por Echeverría (Aguilar & Meyer, 1990, p. 247). Más tarde, en el sexenio de López Portillo, en medio de una crisis económica caracterizada por los desequilibrios entre los sectores productivos, la inflación, la fuga de capitales, la devaluación del peso, inquietud e inconformidad políticas, el gobierno apostó a la expansión de la economía a partir del descubrimiento de reservas petroleras y bajó el tono populista del discurso de su antecesor (González & Monterrubio, 1993, p. 156; Aguilar & Meyer, 1990, pp. 249-52). Desafortunadamente, al final del sexenio el balance económico era desastroso: excesivo endeudamiento externo, fuga de capitales, crisis financiera y devaluación del peso, una inflación galopante, desempleo, fuertes restricciones al gasto público, etc.; en breve, se asentó lo que luego se calificaría como la “década perdida”.

Observando a los observadores del simposio internacional de 1995

Fue un observatorio diferente respecto del congreso de 1981. No sólo por su carácter internacional (la mitad de ponencias, aproximadamente), de suyo relevante, sino porque en cierto modo refleja una diapositiva significativa de las descripciones que se habían condensado hasta esa fecha. La “reflexividad” del sistema –en términos de Luhmann– de las desigualdades en la educación había mutado. Para 1995 se van trazando más claramente sus límites, sus conceptualizaciones, sus finalidades y especialmente ciertas alternativas de intervención. Todo ello nutrido por discursos nacionales, pero principalmente donde se nota un fuerte influjo de los discursos internacionales emergentes en los años noventa.

Recordemos que a partir de 1990 hubo una oleada de influyentes planteamientos de la CEPAL, la UNESCO, la UNICEF y hasta el Banco Mundial (recuérdese la Declaración de Jomtien en 1990), sobre la “transición” en el ámbito educativo en diversas regiones del mundo (Granja, 1997). De acuerdo con Granja (1997), entrada la década de 1990, en Latinoamérica empiezan a ser protagónicas nuevas formas de entender el papel de la educación en general, quedando al centro argumentos que hablan de la “transformación de las estructuras productivas” unidas a una “progresiva equidad social” (p. 162), articuladas a través de ideas como la expansión del conocimiento, asociado al progreso de las tecnologías de información y comunicación, así como al desarrollo de la capacidad de aprender a aprender, en un marco de adecuación institucional permanente, sintetizadas en el libro de la CEPAL-UNESCO (1992): Educación y conocimiento: eje de la transformación productiva con equidad.

Sin embargo, de acuerdo con Reimers (2000), en el marco del modelo neoliberal la propuesta de preservar la equidad como objetivo estratégico, junto con la competitividad económica, no se tradujo en proposiciones operativas concretas (p. 17). Al contrario, según Torres y Tenti (2000), en Latinoamérica las reformas instrumentadas en los años noventa (liberalización de las importaciones y de los sistemas financieros, privatizaciones y reforma fiscal, entre otras) fueron acompañadas de una disminución de las tasas de crecimiento económico y de incremento de la productividad, así como de una distribución más desigual de los ingresos (p. 5). En síntesis, las prioridades fueron el aumento de la competitividad y la eficiencia de los sistemas educativos, y menos la búsqueda de la equidad.

Durante los años noventa apreciamos la fragua de una nueva constelación de conceptos y nociones que nos remiten a un movimiento en las formas de entender la educación no sólo en términos generales (por ejemplo, ciudadanía, competitividad, equidad, desregulación), sino también emergieron otros términos medulares en las políticas educativas como eficiencia, calidad, programas compensatorios, descentralización, etc.; varios de ellos, como parte de las recomendaciones de política de los bancos y organismos internacionales (Torres & Tenti, 2000, p. 9). De hecho, varios de estos conceptos tomaron cuerpo en nuestro país en la nueva Ley General de Educación (1993), donde una de las mayores novedades fue la inclusión de un apartado sobre “equidad”, así como el reconocimiento de nueve años de escolaridad básica.

En el simposio de 1995 podemos observar varias distinciones que operan al mismo tiempo, pues la complejización del sistema de reflexión convocado por el evento abarcó a los tradicionales investigadores, a funcionarios nacionales e internacionales, así como organizaciones civiles involucradas con la educación (Pieck & Aguado, 1995, pp. 32-34).

Por una parte, observo una distinción enfocada en la síntesis/análisis, así como la aparición del concepto clave de equidad. Hablo de síntesis en el sentido de que se promovió articular dos procesos que durante las décadas de los setenta y ochenta parecían contrarios, o al menos paralelos: el desarrollo económico y la equidad social. Lo dice Serrano (1995), representante cepalino en el simposio: “la equidad no puede alcanzarse en ausencia de un crecimiento sólido y sostenido, el crecimiento económico exige un grado razonable de estabilidad sociopolítica, y ésta implica, a su vez, cumplir con ciertos requisitos mínimos de equidad” (p. 75).

Esta idea de integrar dos “contrarios” o del “condicionamiento recíproco entre equidad y crecimiento” está prácticamente presente en la mayoría de las ponencias de la mesa más “teórica” (y otras), cuyo título, “Educación, pobreza y desarrollo”, también permite introducir un nuevo componente –la pobreza– como foco para distinguir las desigualdades en la educación.

El concepto de pobreza opacó al de desigualdad, y prácticamente desplazó al de “estratos socioeconómicos” del congreso de 1981. En 1995 se enfocan en un estrato: “los pobres” (y a menudo sólo a los “pobres extremos”) y en torno a éste se construye otro conjunto de narrativas que buscaban analizar las cuestiones asociadas con los conceptos de educación y desarrollo. Es decir, el simposio buscó hacer un análisis y un recuento de algunas respuestas dadas a “favor de la equidad” de los grupos “marginados” (indígenas, adultos analfabetos, población rural –campesinos, mujeres indígenas–, migrantes, refugiados) mediante la educación, concebida como poderosa herramienta contra la pobreza. En palabras de los organizadores: buscaron aportar conocimiento sobre cómo “hacer que los sectores pobres tengan una mejor educación.”. Al mismo tiempo buscaron “la recopilación y análisis de experiencias novedosas realizadas en el país y en otras latitudes, dirigidas a los sectores más vulnerables de la sociedad” (Pieck & Aguado, 1995, p. 33).

En estas citas también podemos apreciar cómo se ha precisado quiénes se definen como los “desiguales”: si bien todavía hay referencias generales del tipo “ricos/pobres” (Rojas, 1995, p. 65), algunos otros precisan: las asociadas al origen social, étnico, geográfico o sexual (Serrano, 1995, pp. 78-79); o que se debe buscar la “equidad geográfica”, de géneros y étnica (Aguado, 1995; Muñoz, 1995). De hecho, vemos sedimentadas las dimensiones de género y etnia en el simposio de 1995, y vemos ampliar la mirada hacia el interior de la escuela en varios trabajos. Por ejemplo, a decir de Aguado (1995): “La discriminación escolar ya no se realiza de manera principal por la no incorporación, sino a través de la inclusión en condiciones diferenciales” (p. 213, subrayado en el original). Aquí vale la pena anotar cómo opera otro enlace con la distinción síntesis, pues en varios trabajos se procura evadir la polarización entre enfoques macro/micro, en boga en los años ochenta, buscando conjuntar los elementos explicativos de las desigualdades entre factores externos e internos a las escuelas.

Con lo anterior, también podemos ver el desplazamiento del interés por la cobertura de la educación básica, eje de las políticas hasta principios de los ochenta, pasando ahora al tema de la “calidad”, generalmente entendida como alcanzar el aprendizaje estipulado por los objetivos curriculares.[14]

Por otra parte, observo la indicación de inclusión operando en el simposio de 1995, pero dejando en suspenso el otro lado de la distinción: la exclusión. La inclusión se relaciona con el abordaje de los diversos problemas ligados a la pobreza, la inequidad y/o la desigualdad en el campo educacional. Con esta distinción podemos apreciar claramente el advenimiento de los “programas compensatorios”, los cuales fueron mecanismos que se pusieron de moda a partir de principios de los años noventa y formaban parte del menú de políticas educativas que se gestaron tanto en el ámbito internacional como en el nacional, apoyados con financiamiento principalmente por el Banco Mundial. Es en ese marco que el gobierno mexicano intentaba hacer “algo” para combatir la extrema pobreza a través de las políticas educativas, atendiendo la inclusión y el egreso del sistema escolar básico, esto es, la cobertura, la eficiencia, la calidad y la equidad (Pescador, 1995, p. 48); aunque probablemente siguiendo estrictamente ese orden.

La mayoría de los trabajos en el simposio de 1995 van por la ruta de mostrar experiencias de inclusión, realizadas en el país o en otras latitudes, tales como los programas educativos no formales y para adultos. O bien haciendo evaluaciones de algunos programas tales como el PARE (Muñoz Izquierdo, 1995); el programa Niños en Solidaridad (Carrasco, 1995); la educación comunitaria del CONAFE (Sánchez, 1995); la Escuela Nueva de Colombia (Arboleda, 1995); El Plan Social Educativo de Argentina (Aguerrondo, 1995). Aquí podemos enlazar otra observación: respuestas alternativas/oficiales. Esta distinción desplaza la indicación que identifiqué en el congreso de 1981, la del conflicto, debido a que precisamente la demostración de las “contradicciones” y de la “reproducción” en los discursos sobre la desigualdad en esa época, llevaron a la búsqueda de alternativas, procurando respuestas diferentes a las oficiales (aunque también hubo respuestas “diferentes” dentro de las oficiales), intentando adecuar la escolarización según las comunidades a las que iba dirigida; además, buscando dar “más a quien menos tiene”, aunque a menudo fuese “más de lo mismo”.

También notamos que en el mismo evento se introdujeron nuevos términos para nombrar ese tramo de realidad que se pretendía “combatir”, como inequidad(es) en la calidad educativa, (Rojas, 1995), o de la educación en general (Muñoz, H., 1995); inequidad en el acceso y los resultados educativos, discriminación escolar (Aguado, 1995); marginación por exclusión total, marginación por exclusión temprana, marginación por inclusión (Aguerrondo, 1995; Aguado, 1995); pobreza educativa, marginación educativa (Bracho, 1995).

Observando a los observadores del seminario de Harvard de 1998-2000

Tal evento podemos verlo como un observador en continuidad con el simposio de 1995, sobre todo porque se propuso cubrir objetivos semejantes a los de éste. Así lo podemos apreciar en voz del editor: su eje fue “poner en claro la naturaleza de la relación entre educación, pobreza y desigualdad”, así como las políticas educativas para reformar las escuelas, ante todo de “estratos económicos bajos y a las políticas encaminadas a mejorar sus oportunidades” (Reimers, 2003, p. 13).

En este caso apreciamos una mayor centralidad del concepto de desigualdad, pues aunque en español la obra se tituló Distintas escuelas, diferentes oportunidades (Reimers, 2003), en inglés se observa con nitidez la distinción: Unequal Schools, Unequal Chances. Otras novedades del documento son: a) Reimers establece una diferencia entre desigualdad y pobreza, aunque reconoce que deben combatirse ambas;[15] b) propone un modelo de 5 niveles para conceptualizar “la desigualdad educacional” sobre la base de acceso, la terminación de un nivel, el logro educativo (niveles de aprendizaje) y los efectos del aprendizaje en la vida de las personas” (p. 137, nota 14);[16] c) se refuerza el énfasis sobre los logros de los alumnos, algo que se apreciaba como emergente en los eventos anteriores, especialmente el de 1995, cuando se debatía más sobre el acceso y la permanencia.[17]

Destaca el enlace explícito con las Leyes educativas, marcado por algunos autores (Aguerrondo para Argentina, Bracho para México; en Reimers, 2003); un enlace identificado en los sesenta en México en torno a la obligatoriedad emanada de la Constitución, pero que tuvo cierto impasse hasta mediados de los noventa, cuando tomó fuerza debido a los cambios en la educación básica obligatoria. Recordemos que en nuestro país en 1993 se sumaron 3 años de educación (jóvenes de 12 a 15 años), con esto la obligatoriedad pasó de 6 a 9 años de escolaridad. Luego sumaron 10 años en 2002, y llegado el ciclo 2008-2009 serían 12, al sumar 3 años de preescolar; cosa que ha quedado sin cumplir y en relativo silencio.

Aprecio también una autoobservación sobre el campo que confirma la sedimentación de las dimensiones relacionadas con la(s) desigualdad(es) educativa(s): las de origen socioeconómico (de los estudiantes, pero también del financiamiento estatal, entre otras), enlazadas de modos diversos con las desigualdades territoriales, las étnicas, las de género, las propiamente escolares (recursos, calidad de docentes, etc.) y las condiciones de las escuelas (públicas/privadas). La semántica también se mantiene, con respecto al evento de 1995, pues nociones como equidad, pobreza, programas compensatorios, y su relación con la educación son dominantes, sirviendo de enlaces para construir y describir los “problemas” de las desigualdades, así como los horizontes de “respuestas”.

El proceso de autorreflexión es notable, pues particularmente Reimers da cuenta de algunas rutas (en especial en EEUU y América latina) que han recorrido los estudios sobre educación y desigualdad (Cap. 2). Pero sobre todo es notable el reconocimiento de algunos límites, tanto de las políticas compensatorias (estandarte de respuesta), como de las “faltas” y “omisiones” en las investigaciones sobre desigualdades. Reimers sostiene que sabemos poco “acerca de las particularidades del cambio en las escuelas cuando el objetivo consiste en revertir las desigualdades”; asimismo, hay pocos estudios sobre el impacto de las intervenciones compensatorias y también hay ausencia de información acerca del modo en que la procedencia socioeconómica de los alumnos y de las escuelas “influyen en la distribución de los recursos educacionales” (pp. 87, 93). Esto lo reitera en sus conclusiones: se necesita saber más de la intensidad de recursos adicionales para los estudiantes de bajos ingresos, también de los factores organizativos y culturales que facilitan el cambio en las escuelas y aulas, así como estudios sobre estimación de “necesidades” asociadas con la movilidad social y más experimentación, en principio a pequeña escala, para innovar más allá del sistema existente (pp. 643-645). Finaliza planteando algunas tensiones que se han de enfrentar, esto es, no vislumbra soluciones definitivas y que tales soluciones son políticas que implican simultaneidad de actores y dimensiones para intervenir.

También se aprecia la tendencia de no separar entre estudios macro y micro; así lo reconoce el editor: la mayoría de los trabajos abordan “la dinámica institucional de la educación y de la desigualdad con algunas incursiones al macronivel, analizando el papel de la escuela y las influencias e interacciones en el plano doméstico”, en ningún caso estableciendo causalidades unívocas (Reimers, 2003, p. 36). También es reconocible el foco sobre la educación “formal”, dejando de lado otros tipos, como sí se incluyeron en los eventos de 1981 y 1995, además de centrarse casi exclusivamente en la educación básica (primaria, secundaria y preescolar).

En la recopilación de Reimers observo operando la distinción exclusión/inclusión, abordándose ambos lados de la distinción, a diferencia del énfasis sobre la inclusión en el simposio de 1995. A partir de indicar la exclusión, Reimers y sus colegas comparten la persistencia, e incluso el agravamiento, de las desigualdades en el campo educativo; éstas se siguen entendiendo básicamente como una distribución de servicios educativos, aunque en sentido estricto debiera llamarse escolarización, como bien precisó Ibarrola en 1981.

A pesar de varias décadas de esfuerzos por describir, explicar e intervenir para “eliminar”, “combatir”, o “disminuir” las desigualdades, lo que se destaca en los documentos del seminario de Harvard es que han sido un fracaso, y con ello, hacen una nueva “reproblematización” del tema, así como la complejidad que se necesita para dimensionarla, pero sobre todo para intentar dar resultados efectivos mediante estrategias integrales; esto de una parte, y de otra, llaman la atención sobre la necesidad de innovación en las “políticas de equidad”. La equidad, entonces, sigue siendo el concepto central en este anudamiento y es generalmente entendida por un lado, como “educación compensatoria”, y por otro, como aquella que responde a las particularidades de las comunidades, tanto en los contextos locales como en la pertinencia de las propuestas. Así lo podemos ver en los trabajos de García-Huidobro, Muñoz Izquierdo y Ahuja; de los Schiefelbein y el de Reimers (todos ellos en Reimers, 2003). Con esto vemos también continuidad con el simposio de 1995, pues en ambos eventos proponen partir de valorar las diferencias como estrategia de atención. Hago notar que a finales del siglo XX, la denominación desigualdad(es) educativa(s) es dominante, aunque se utilizan otras: desigualdades educacionales, desigualdad de oportunidades educacionales, inequidades, etc.

Esta primera lectura, vista desde el lado de la exclusión, se complementa con la mirada posterior sobre el lado de la inclusión. En este sentido, el seminario de Harvard observa algunas alternativas para incluir a más personas dentro de los sistemas educativos; o bien da cuenta de algunos programas (alternativos y oficiales) que mejoran (al menos parcialmente) a quienes ya están incluidos. Pero se demanda sean más efectivos, sobre todo para que las personas obtengan aprendizajes o beneficios de una inserción digna en sus comunidades.

Los trabajos sobre México son buena muestra de lo anterior. Bracho trata de modo general de describir lo que llama “pobreza educativa”, mientras otros refieren a demandas por “inclusión”: los indígenas, Schemelkes; niños en localidades marginadas, Muñiz; o programas singulares (evaluación de un programa compensatorio), Muñoz Izquierdo y Ahuja (en Reimers, 2003).

Observando a los observadores del coloquio internacional de 2004

Lo primero que salta a la vista es la heterogeneidad de los convocados: exfuncionarios y funcionarios de la educación nacional (Julio Rubio, Roger Díaz, Fernando Solana), de algún organismo nacional (José Woldenberg) o internacional (Rebeca Grynspan, Juan Prawda, Nora Lustig); rectores y exrectores de universidad (Lustig, José Sarukhán), políticos (Beatriz Paredes), así como investigadores que en algún momento han trabajado en el campo educativo, pocos como especialistas (Solana, 2005). En suma, la mayoría del grupo tiene cierta experiencia en el campo educativo, pocos en investigación educativa, con excepción de Solana, Prawda y Kovacs; menos son reconocidos como especialistas en el tema de las desigualdades hasta antes de este evento.

Este evento puede considerarse un observador menos especializado que los anteriores en el tema de las desigualdades en educación, aunque legitimado académicamente. Tampoco deja de llamar la atención el tono ensayístico de varios textos (Díaz de Cossío, 2005 y Alonso, 2005, por ejemplo), algunos hasta un poco forzados a entrar al análisis de la desigualdad (Paredes, 2005 y Woldenberg, 2005). Llama también la atención que no haya especialistas de los eventos anteriores, y escasas referencias a especialistas conocidos. De hecho, sólo encontré una referencia al trabajo citado de Reimers, hecha por Prawda (2005, p. 107), lo cual permite sostener que en el coloquio observan como si no hubiera tradición al respecto (nula autoobservación), y que la mayoría de invitados fueron improvisados para hablar de las desigualdades en educación.

Un elemento distintivo del evento de 2004 es que pone de relieve dos dimensiones ausentes o secundarias en los eventos anteriores, a saber, la dimensión de la cohesión social y la democracia. Aunque ambos elementos resultan interesantes, el desarrollo de ambos es desequilibrado: el tratamiento del tema de la democracia es quizá el más reducido (dos participantes), y el de la cohesión social algo forzado en algunos autores (claramente, Lustig, 2005).

No obstante las diferencias respecto a los eventos previos, también es posible encontrar varias semejanzas y continuidades. En este caso, planteo que podemos observar la producción del FMED de 2004 a partir de una doble distinción: descripción/explicación y exclusión/inclusión.

Por una parte, la mirada del “observador” de 2004 opera con la distinción descripción/explicación. La descripción, entendida aquí como planteamiento de “lo que es”, la observo en prácticamente todos los documentos, ya que opera como partiendo de cero, como si fuese una mirada inédita. No es que no tomen datos pertinentes ni recientes, sino porque el abordaje es semejante al que pudimos ver cuando se observaron los estudios de la década de los sesenta en el congreso de 1981; es decir, intentan describir las situaciones de desigualdad, de medirla. Pero con el agregado en 2004 de que también abordan el otro lado de la distinción; es decir, ofrecen algunas explicaciones e incluso, en menor medida, algunas sugerencias o propuestas, aunque hubo poco acuerdo al respecto.[18]

Como lo anota la relatora de las conclusiones del primer día del coloquio, se habló de “desigualdades en el propio sistema educativo relacionadas con diferencias sociales, étnicas, de género, regionales; es decir, sobre las inequidades entre subsistemas e instituciones respecto al acceso, la permanencia, el egreso, el financiamiento, la calidad y la pertinencia” (Kovacs, 2005, p. 250). Asimismo, se habló del “círculo vicioso entre desigualdad o pobreza-baja escolaridad-desigualdad” (p. 251). Así, las dimensiones de la desigualdad se mantienen, salvo la inclusión de los discapacitados que hace Prawda (2005, p. 103, nota 4). También se mantiene lo determinante de lo socioeconómico, o la pobreza, para entender las desigualdades, pero con el matiz de que las desigualdades educativas se refuerzan “con otras desigualdades económicas y sociales” (Kovacs, 2005, p. 252).

Por otra parte, la distinción exclusión/inclusión puede observarse ligada a cómo la distribución de escolaridad ha sido “desigual” y, por lo tanto, excluyente de muchos grupos de población; esto también permite ir enlazando dimensiones, explicaciones e intervenciones sobre la misma.

Pero también se observa como demanda de una mayor inclusión de personas no sólo al sistema educativo, sino a los saberes, a los beneficios sociales y a los mercados de trabajo en sociedades cada vez más complejas y dónde se ha impuesto “el conocimiento” como mecanismo de ingreso a una ciudadanía digna. Además, también podemos ver la relevancia de la cohesión social en el enlace entre la temática de la desigualdad y la democracia, aunque su tratamiento haya sido poco profundo.

A modo de cierre

El trabajo desarrollado muestra, al menos de modo incipiente, el potencial de algunas herramientas derivadas de planteamientos de Luhmann respecto a las configuraciones conceptuales de las desigualdades en educación, y del conocimiento educativo en general. Especialmente su teoría de la observación y la observación de segundo orden, nos ayudaron a realizar una descripción, un tanto oblicua, de las trayectorias conceptuales y de cierta “memoria” sobre las desigualdades en educación en nuestro país en casi 25 años, a través de foros académicos particulares, por supuesto no exhaustiva. Es decir, observar cómo observan los observadores especializados –parte de la investigación educativa– identificando mediante qué distinciones observan, qué se puede designar con tales distinciones (y qué no).

Pudimos apreciar que los eventos académicos son, junto con otros mecanismos, lugares que los observadores especializados configuran simbólicamente y dotan de sentido, articulando y organizando diversos significantes en torno a un punto nodal precariamente constituido, en nuestro caso, las desigualdades en educación. Si hacemos un recuento de cada evento, de las distinciones observadas, algunas de ellas se mantienen (por ejemplo, exclusión/inclusión), otras se han desplazado (alternativa/oficial), y otras se han abandonado (conflicto).

Merece marcar un par de cambios en la trayectoria conceptual de las desigualdades en educación, apreciados a través de los eventos revisados. Por un lado, las desigualdades primero se tematizaron como “fallas” en la distribución de escuelas y grados escolares, claramente descritas en el congreso de 1981, criticando a los funcionalistas de los años sesenta, y con ello, se sedimentó cierta manera de concebir las desigualdades en la escolarización; de ahí se construyeron enlaces emergentes que en fechas más recientes ganaron en complejidad, por lo que podemos proponer una distinción que destacaría una parte “latente” de la actual discusión al respecto: simplificación/complejización. Sin duda hemos ganado en complejidad para observar la desigualdad, pero esto no ha tenido correspondencia, al menos para las expectativas académicas, con enfrentar las desigualdades educativas de modo integral.

Por otro lado, la compleja trayectoria conceptual de la desigualdad en educación ha teniendo como opuesta cierta situación de “igualdad”, concepto que está implícito en la forma de ver de todos los observadores. Pero aun la citada igualdad no ha permanecido estática ni ha sido del todo consensuada. En los eventos más recientes se adjunta, regularmente, de qué tipo de “igualdad” se está hablando, esto es, se menciona que no sólo es igualdad de acceso, sino de resultados; incluso éstos medidos no sólo por pruebas estandarizadas, sino en relación con los “beneficios” en el mercado laboral, u otros beneficios más allá de las escuelas; esto se ve claramente en el seminario de Harvard y el del FMED. De hecho, observo un desplazamiento de la discusión de la “democratización del sistema” o la “igualdad” del congreso de 1981 hacia la “equidad”, claramente manifestada en el simposio de 1995 y de ahí en adelante; aunque ha compartido créditos con “igualdad de oportunidades” u otras denominaciones presentes en los eventos posteriores a 1995, tales como “inclusión”.

Del análisis realizado podemos concluir rescatando dos candidatas a diferencias directrices que según Luhmann (1998), son “distinciones que guían las posibilidades de procesamiento de la información de la teoría” (p. 29), que en buena medida cruzan los diversos eventos. Tales directrices permiten articular el material y los debates en torno a la desigualdad en México, posiblemente más allá de los eventos observados: descripción/prescripción y exclusión/inclusión. En ambos casos, queda pendiente seguirlas probando para observar otros materiales y otros momentos. Concluyo también que la trayectoria conceptual de las desigualdades en educación es zigzagueante y está entretejida con otras tramas conceptuales, con cambios más amplios en la sociedad mexicana y el entorno internacional.

Finalmente, podemos decir que en los ochenta se sedimentaron las magnitudes de la desigualdad, y las contradicciones que generaba la “falta de igualdad” para las poblaciones, sobre todo, mayoritarias o “marginadas”; luego se desprendieron varios esfuerzos (programas, planes, estrategias, etc.) para intentar “igualar” no sólo el acceso, sino también “la calidad” desde “dentro” de las escuelas de los más “pobres”; esto fue tematizado en los noventa como acciones a favor de la “equidad”. A inicios del siglo XXI reconocemos que, no obstante los esfuerzos en pro de la equidad o la igualdad, las desigualdades persisten e incluso se agravan; no sólo fuera de la escuela, sino también dentro de ella, por lo que emergen las propuestas “integrales”, buscando atender tanto las desigualdades como las “diferencias” enmarcadas en dilemas y tensiones políticas, así como en marcos locales y globales cada vez más complejos. Pero también en medio de discusiones teóricas y de una producción académica más incierta, aunque también potencialmente más abierta a ser observada, tanto por observadores especializados como por otros; en todo caso, esto supone la posibilidad de pensar, de observar, de otra manera.

Agradecimientos. A David Cooksey su apoyo técnico. A la Dra. Josefina Granja Castro, por sus comentarios a una versión preliminar; asimismo, a los dictaminadores anónimos por sus comentarios y sugerencias; a todos los eximo de los persistentes errores y omisiones, la responsabilidad de la versión actual sigue siendo mía.

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[1]. Este texto forma parte de una investigación más amplia sobre los discursos académicos y oficiales acerca de las desigualdades en educación en México y Argentina, en desarrollo dentro del doctorado del DIE-CINVESTAV.

[2]. Transdisciplinario remite a un proceso según el cual “los retos gnoseológicos” en disciplinas “lejanas” como la biología o la cibernética no son ajenos en general a las ciencias sociales, y no necesariamente en sentido de “complementariedad” entre ellas, sino en términos de “reestructuraciones” en las ciencias sociales mediante la apropiación de “figuras de inteligibilidad” potenciadoras de lógicas de razonamiento tomadas de otras ciencias (Granja, 2002, p. 64, nota 2). Para una revisión de la transdisciplinariedad en Luhmann, ver Granja, 2002.

[3]. Reconocemos cierto paralelismo entre las tramas teóricas aludidas; no obstante, también es dable reconocer sus diferencias y tensiones. De las diferencias entre campo y sistema el propio Bourdieu se ha ocupado brevemente, destacando dos elementos divergentes respecto a su noción de campo: a) rechaza el funcionalismo y organicismo, así como la suerte de autodesarrollo inmanente de la estructura, que él desprende de la teoría de sistemas; aunque no necesariamente es una crítica a Luhmann; b) el tipo de objetos empíricos que producen (Bourdieu & Wacquant, 1995, p. 69). De otra parte, de acuerdo con Granja y Rojas (2007, p. 231), “el concepto de campo construye ontológicamente una comprensión relacional de la realidad («lo real es relacional»), [mientras] el concepto de sistema se fundamenta en la diferencia como principio ontológico («la construcción de lo real comienza por trazar una diferencia»)”. Esto implica que la trama luhmanniana es potencialmente más desagregada que la de Bourdieu. Mientras ésta lleva a un registro de relaciones como su último nivel de análisis, la de Luhmann conduce a un registro “operacional” (sistema/entorno) que todavía no se ha explorado suficientemente, por lo que este documento es un ejercicio en ese sentido.

[4]. También destaco la dimensión institucional en los eventos académicos, pues en cierta medida constituyen parte del “capital simbólico” que las agencias e instituciones logran acumular en el curso de procesos y momentos particulares, ligados a la investigación, la formación, la producción, la difusión, la intervención y la gestión.

[5]. Inicio con este evento debido a su impacto significativo dentro de la investigación educativa nacional, como lo podemos ver en perspectiva histórica por las referencias al mismo en otros recuentos, o para decirlo en términos de Luhmann, en las “autoobservaciones” realizadas sobre la investigación educativa nacional (Weiss, 1998; Granja, 2002, p. 81; De Alba, 2003, inter alia). Esto tampoco quiere decir exclusividad, pues incluso hubo eventos académicos previos a 1981, aun en la temática de la desigualdad en educación en México. Por ejemplo, Muñoz Izquierdo (1979) reseña un evento importante en 1979, pero del cual no encontré memoria alguna.

[6]. En una muestra no probabilística la selección de las unidades de análisis depende de criterios personales, del interés de investigación, etc. Sin embargo, en mi caso no se sigue rigurosamente alguno de los tipos de muestreo asociados con él (intencional, subgrupos homogéneos, etc.), sino una mezcla de ellos, por lo que incluso me acerco a lo que se conoce como muestreo aleatorio sistemático. En cualquier caso, no pretendo que la muestra sea representativa estadísticamente, sino que sea considerada como significativa para el ejercicio que propongo.

[7]. La principal excepción es Pablo Latapí, quien es el autor más consistente en el estudio de las desigualdades en la educación mexicana desde 1964, hasta por lo menos 1994, e incluso después. Anoto esas dos fechas porque corresponden a dos textos que hablan del tema de modo explícito y sistemático. El hecho de que no participara en los eventos que analizo, no significa que esté ausente en los debates, pues varios de los autores o textos hacen referencia al importante trabajo desarrollado por Latapí. Un resumen de sus trabajos al respecto aparece en la compilación Educación y Justicia: Términos de una pararadoja (1994).

[8]. La crisis financiera del Estado a partir de 1982 impidió la realización del Programa. “Los recursos financieros destinados a la investigación disminuyeron drásticamente, por lo que algunas instituciones vinculadas a la investigación, como el CEMPAE, enfocado a la educación de adultos, y las direcciones de la SEP encargadas de la coordinación de investigaciones, desaparecieron” (Weiss, 1998, pp. 388-389).

[9]. El volumen 1 contiene el trabajo de 8 de las 9 comisiones totales, ya que por “causas de fuerza mayor” los textos de la comisión 2: “Cobertura y calidad de la educación”, quedaron para el volumen 2, el cual circuló poco antes del Congreso. El volumen 1 reúne los documentos principales buscando dar cuenta del estudio y la evaluación de la investigación educativa nacional, especialmente entre 1970 y 1980. El volumen 2 incluye documentos preliminares o alternos a los principales, descripciones de fichas, cuadros y otros insumos del volumen 1.

[10]. Recordemos que la investigación educativa de modo profesional tiene su arranque nacional con los trabajos del Centro de Estudios Educativos A. C. en 1963.

[11]. Curiosamente, Ibarrola y sus colaboradoras tenían la tarea de hacer un “estado del arte” sobre la estructura de clases y el sistema educativo, pero no se cumplió debido a los incipientes estudios al respecto.

[12]. Aquí se aplica claramente lo que, siguiendo a Luhmann, sería una observación de tercer orden, es decir, observar cómo observa el observador observando otra observación.

[13]. La distinción centrada en el conflicto no es exhaustiva en los materiales del CNIE e indicaría varios “otros” lados, siguiendo otras lecturas de los documentos consultados. Algunos de esos “otros lados” podrían ser “no-conflicto” “función”, “propuestas alternativas”, o como en el trabajo de Ibarrola, “equilibrio funcional”, etc. Tales “latencias” apenas las anoto, pues por falta de espacio no es posible darles seguimiento preciso ahora.

[14]. Aunque debemos reconocer, con Granja (1997, p. 170), las diversas connotaciones que fue adquiriendo ese término, desde tener que ver con la pertinencia de la oferta escolar y la relevancia de los contenidos hasta la atención diferencial de la demanda social o la mejora de la “gestión” centrada en las escuelas. Esto se puede ver en la segunda parte del libro de Pieck y Aguado (1995), titulada: “Equidad, calidad y eficiencia en la educación”.

[15]. De lo que se trata es de reducir la distancia entre ricos y pobres, esto “exige que los pobres se beneficien más del progreso educacional” (Reimers, 2003, p. 625).

[16]. Si bien no es un modelo novedoso −lo encontramos en México desde finales de los setenta (Muñoz Izquierdo, 1979)− lo cierto es que Reimers le imprime una articulación que no es común en la mayoría de autores y es particularmente enfático en la parte de logros educativos y de los “efectos” más allá de la escuela.

[17]. Aunque sabemos que en nuestro país, hasta la fecha, el tema de la cobertura de la educación obligatoria todavía no se cumple según lo consignado en la Ley, a pesar que se ha avanzado y minimizado oficialmente (ver Prawda, 2005, para una idea del “rezago” y la falta de cobertura).

[18]. No hay continuidad en el planteamiento de las posibles “respuestas” o estrategias para superar las desigualdades, como lo reconoce también Kovacs en su relatoría (2005, pp. 253-254). Por ejemplo, Grynspan (2005) dice que para disminuir simultáneamente tanto las desigualdades como el rezago educativo en la región, es necesario combinar 3 áreas de política: social, educativa y económica; mientras Beristain (2005) habla sólo de políticas para elevar la escolaridad básica y media.