Las lenguas nacionales en la educación superior

Resumen

El siglo XXI comenzó en México con una gran sorpresa y esperanza, fruto de los esfuerzos continuados que desde la década de 1990 habían denunciado abiertamente un sistema educativo que minorizaba y discriminaba a parte de la población mexicana por hablar una lengua materna que no era el español. A pesar de los intentos por reconocer la particularidad cultural de la población de origen prehispánico como una parte constituyente de la identidad mexicana, se quería seguir impulsando un proceso de imposición de la lengua española como la única lengua nacional de México. Incluso desde el benevolente indigenismo se contribuía a una integración que en el fondo favorecía el abandono de las lenguas o su relegación como meros elementos folclóricos para colorear un imaginario social que no reconocía su capacidad como pueblos de participar de modo activo en el desarrollo cultural de México.

La creación de las universidades interculturales, la promulgación de la Ley General de los Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas de México en 2003, los intentos de la Secretaría de Educación Pública (SEP) de mejorar los procedimientos de selección de maestros bilingües, fueron sólo algunos de los eventos y medidas que preludiaban una transformación profunda en el sistema educativo para hacer presentes y usarse las ahora ya reconocidas como lenguas nacionales. 

Para el sector educativo comprometido con estas reformas, la expectación estaba sobre todo en qué iba a ocurrir en el conjunto del sistema educativo, fuera del denominado, durante mucho tiempo, subsistema de educación indígena. ¿Las lenguas nacionales estarían también presentes en el resto de los niveles educativos, en los centros educativos urbanos? ¿Las lenguas nacionales se emplearían sólo como objeto de enseñanza y de sensibilización, o también como lenguas vehiculares y medio para la introducción de otros saberes por siempre excluidos de los currículos educativos? ¿O sería una medida más para mantener los principios asimilacionistas y etnicidas que rigieron en su fundación el sistema educativo liberal nacional? 

Lo cierto es que se abría un amplio margen de posibilidades y expectativas donde había mucho trabajo que hacer y donde la incertidumbre, el temor, la experimentación y el entusiasmo serían las emociones que acabarían condicionando la intención de introducir de nuevo, después de trescientos cincuenta años, las lenguas nacionales en la educación superior. Esto supuso no sólo considerar las universidades interculturales como los únicos espacios de acción para llevar a la realidad lo establecido por ley, sino más bien visibilizar y normalizar una realidad que por mucho tiempo estuvo ahí. El resto de universidades también eran espacios donde la diversidad lingüística de México no sólo debía estar presente: estaba presente. 

Hoy ya es más frecuente ver que muchos estudiantes y maestros se han logrado sacudir sus prejuicios y sus miedos ante la discriminación, y no es extraño escucharles reafirmar su identidad indígena y su pertenencia a una comunidad lingüística que antes era objeto de burla, de rechazo o de hostilidad. Declaraciones de afirmación que van más allá de identificarse o de informar de su condición en español. Expresiones desde sus propias lenguas como “dro ñātho ñuhu”, “nikihtoa masewaltlahtolli”, “kilhtutunaku lkkit”, que les definen como otomí, náhuatl o totonaco, por ejemplo, se escuchan con más frecuencia y, en este caso, expresan un sentir. Desde ellas parte de la sociedad mexicana quiere dar sentido y significación a su educación, a su formación como personas y profesionales. Son palabras que dicen algo más que su identidad, pues les acompaña no sólo un deseo de recuperar la autoestima y la dignidad, sino de lograr un respeto y un aprecio que aún no ven en las instituciones educativas. No se trata sólo de que se les permita ser desde sus lenguas maternas y hablarlas, es también ver cumplido el derecho de que sus lenguas sean vehículos para la transmisión y transformación del conocimiento, medios de expresión de sus inquietudes y sus propuestas para mejorar el mundo que les rodea y que compartimos. 

Esto supone no ya que las lenguas nacionales sean objeto de conocimiento y estudio. De lo que se quejan muchos hablantes de estas lenguas, es de que se les vea meramente como materia prima de eruditos estudios lingüísticos, pedagógicos y antropológicos, como oportunidad exótica y exclusiva de generar una carrera académica original, como objetos curiosos con los cuales organizar exhibiciones folclóricas de un rico patrimonio cultural, como “siempre víctimas” que despiertan la conmiseración y requieren de una protección casi paterna.

Los miembros de estas comunidades han sido siempre seres humanos conscientes, sensibles, responsables y autónomos. Han sabido muy bien cuáles eran sus márgenes de acción, sus necesidades y anhelos, su bien personal y colectivo. En diferentes contextos han tenido que decidir si vale la pena o no seguir usando una lengua que les debiera servir para ser personas, sujetos activos, creativos, participantes de una sociedad. Cuando su entorno de buenas o malas maneras les ha querido convencer de que cambiaran sus lenguas maternas por la lengua española, lo fue logrando en la medida que establecía una perversa asociación entre lenguas indígenas y pobreza, aislamiento, ignorancia, desempleo, precariedad, indefensión y analfabetismo. El conflicto de fondo es que no se trataba de que aprendieran otras lenguas adicionales, sino de que olvidaran la lengua de sus padres y de esta manera, más que superar una limitación de oportunidades, se incapacitaba para ser personas bajo el peso del trauma y la amnesia. 

Pero ahora el panorama ha cambiado y se derriban muchas falsas premisas que en el espacio educativo habían encontrado eco, como ver las lenguas indígenas como entorpecedoras del aprendizaje y como casi-lenguas carentes de modernidad. Hoy existen muchas iniciativas que van hacia la activación y la actualización de las lenguas nacionales como nuevas fuentes de conocimiento y desarrollo. La pertinencia lingüística educativa, base de cualquier proceso efectivo de normalización lingüística, no es ya una mera cuestión de cumplimiento de la ley, sino la condición sine qua non para poder desarrollar toda una serie de procesos que están contribuyendo a transformaciones culturales, sociales, económicas y laborales a partir del reconocimiento de la diversidad lingüística. Ahora ya los ciudadanos mexicanos no requieren sólo del español para participar de las dinámicas y procesos que dinamizan el mundo. A través de los medios de comunicación y de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación circula información en estas lenguas, ahora es posible encontrar empleo y trabajar con el uso de ellas, se puede tener una formación que procure una buena situación laboral y personal, pueden tomar cursos en el extranjero, se puede recibir asistencia sanitaria y judicial, se puede escribir y publicar. Evidentemente, no podemos caer tampoco en un triunfalismo autocomplaciente. Muchos de estos logros se mueven aún en la dimensión local o en iniciativas particulares y restringidas a ciertos campos del conocimiento, pero el salto es considerable respecto a lo que era posible hace treinta años. Queda mucho camino y esta senda que se ha marcado es un trazo sobre la arena que bien fácil es de ser borrado por el siempre latente racismo interno y la obsesión gerencial de ver en la homogenización la respuesta a los problemas de ordenación y regulación, pero al permitirse a la comunidad universitaria mostrar su verdadero rostro es posible hoy más que nunca generar las condiciones para afrontar los retos de este siglo que deben resolver la sociedad mexicana y la sociedad global, y que deberán partir de un efectivo diálogo intercultural sólo viable desde la diversidad de las lenguas.

https://doi.org/10.25009/cpue.v0i23.2186
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